Amigos y aliados de EE. UU. observan con estupor que la elección presidencial de noviembre será una competencia entre Hillary Clinton y Donald Trump. Pero con la ansiedad no se gana nada. Hay que esperar lo mejor y prepararse para lo peor.
El hecho central de la elección 2016 no es que un magnate inmobiliario y estrella de ‘reality shows’ –que nunca fue elegido para cargo alguno– de repente se haya convertido en el candidato del Partido Republicano, sino la enorme diferencia que supondría una victoria de Trump para el resto del mundo, en comparación con una de Clinton.
En toda elección presidencial estadounidense, los amigos y aliados de este país han tenido, en privado, sus preferencias. Pero nunca antes los candidatos demócrata y republicano habían sido tan distintos como el agua y el aceite. Entre Reagan y Carter, entre Clinton y Bush, entre Bush y Gore, entre Obama y McCain no había un abismo insalvable. Entre Trump y Clinton sí lo hay.
Para el mundo, Clinton representa la continuidad y Trump, cambios drásticos. No hay modo de saber exactamente cuán drásticos, pero en el caso de Trump no es posible confiar en el supuesto normal de que durante las primarias los candidatos buscan congraciarse con su núcleo duro de partidarios, pero después viran al centro para la elección. La suya es una candidatura anormal.
Por eso tiene sentido prepararse. En abril, Trump confirmó ante el Centro para el Interés Nacional, en Washington, que ‘EE. UU. primero’ será el tema dominante de su gobierno. Está decidido a rechazar acuerdos de comercio e instituciones multilaterales, adoptar una línea más dura con respecto a inmigración y modificar el esquema de alianzas de seguridad.
Trump declaró entonces que quiere que EE. UU. sea “predeciblemente impredecible”, pero también aclaró que no abandonará su posición básica: los aliados tendrán que pagar más a cambio de su defensa. Y pueden esperar duras medidas de su gobierno si mantuvieran por mucho tiempo un gran superávit comercial con EE. UU. Los tratados como el Nafta (suscrito en 1994 por EE. UU., México y Canadá) son un “desastre total”: ataron las manos del país, dijo. Así que cabe suponer que los derogará.
¿Cómo pueden los amigos de EE. UU. prepararse para un presidente Trump? Discretamente. Trump, que en 1987 publicó un ‘best seller’ llamado ‘El arte del acuerdo’, coincidirá en que la preparación es esencial para los buenos negocios.
Hay dos clases de preparativos para lo peor que los aliados de EE. UU. deben hacer. Una es ponerse más fuertes, para tener mejor capacidad de enfrentar hostigamientos. La otra es apoyarse mutuamente, previendo que lo de ‘EE. UU. primero’ provoque una ruptura de las viejas alianzas y del orden internacional predominante desde los 40.
Un Japón débil y una colección mal avenida de países en la Unión Europea serían un blanco tentador para Trump. Pero un Japón que en los próximos 12 meses adoptara la estrategia de liberalización para el crecimiento que prometió el primer ministro Shinzo Abe estaría en una posición más fuerte. Lo mismo una Europa que abandone su obsesión con la austeridad y use la inversión pública para estimular el crecimiento y reducir el desempleo. Esas decisiones –necesarias– facilitarían la tarea de crear alianzas más sólidas, que podrían volverse esenciales.
Si un eventual gobierno de Trump intenta anular el Nafta, Canadá y México tendrán que hacer causa común. Si decide descartar el Acuerdo Transpacífico (ATP) negociado por el gobierno de Obama con 12 economías de Asia y el Pacífico, estos países deben estar listos para seguir con el acuerdo, o algo parecido, entre ellos (Clinton también se pronunció en contra del ATP, pero en su caso puede considerarse una mera maniobra táctica).
Algo similar vale para Europa. Los miembros de la UE y la Otán deben prepararse para estar unidos y evitar así que Trump los lleve de las narices en asuntos relacionados con el comercio o la seguridad. Tal vez eso implique gastar más en su propia defensa, una demanda de Trump que no deja de ser razonable. Pero la solidaridad europea está debilitada –por decir poco– por la crisis de los migrantes, las consecuencias de la debacle financiera del 2008 y el ‘brexit’.
Asia ha dependido –tal vez demasiado– de la influencia de EE. UU. para equilibrar sus rivalidades. Japón, por ejemplo, tiene estrechos vínculos con países del sudeste asiático, pero ninguna relación de defensa formal. Japón y su vecino más cercano, Corea del Sur, tienen desde hace mucho tiempo tratados de defensa con EE. UU., pero son hostiles entre sí.
Dada la posibilidad de que en los próximos meses se desaten guerras comerciales y de divisas, y se abandonen alianzas de defensa históricas, es hora de poner la solidaridad regional por encima de viejas enemistades. Los amigos de EE. UU. deben empezar a prepararse para un aliado menos amistoso.
BILL EMMOTT
Ex jefe de redacción de ‘The Economist’.
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Londres.