La feroz dinámica tiende a repetirse. Cada vez que ocurre un ataque demencial –por desgracia, con intervalos menores–, surge la incertidumbre respecto a si se trató de una agresión premeditada, resultado de una estrategia delineada por el macabro Estado Islámico, o si fue fruto de un impulso asesino en la mente de su autor. En ocasiones, el interrogante queda abierto, a lo que ayuda la facilidad con que Isis utiliza sus poderosas herramientas de propaganda para atribuirse estas acciones.
En el último tiempo ha habido de ambos casos. Desde aquellos sobre los cuales las autoridades aseguran tener certeza de la participación de esa organización terrorista –como, por ejemplo, los ocurridos en París en noviembre del año pasado– hasta aquellos como el recientemente acontecido en Sagamihara (Japón), en el que un hombre acuchilló a 19 discapacitados, es bastante claro que no hubo conexión con esta organización. En otros, como el de Niza, es la hora en que no se sabe cuál fue el móvil.
Pero aun si se confirma que no hay relación con Isis, esto no puede ser motivo de alivio. Al contrario, el que se dé una oleada mundial de hechos de sangre como los vistos este año, protagonizados por personas con un largo historial de dificultades para insertarse en la sociedad, es tan grave como que se consolide una agrupación armada con el perfil terrorista y sanguinario de Isis.
Al respecto, los especialistas en salud mental han coincidido en la repercusión que tiene en una persona con intenciones de incurrir en una acción de este talante ver que alguien más lo hizo. Y acá entra a jugar la forma como la tecnología permite que, en cuestión de segundos, la información de un acto semejante llegue a millones de personas en el mundo.
No obstante, para que el reporte de una masacre en Orlando, Florida, termine detonando una similar en Japón, y cuyo autor en ambos casos es una persona con serios problemas emocionales, también tienen que existir contextos, si no iguales, por lo menos similares. Todos estos son factores que, de distintas maneras y en diferentes lugares, logran deteriorar la salud mental de los jóvenes, al punto de llevarlos a cometer estos ataques sanguinarios. Y aquí vuelve a aparecer Isis, que se aprovecha de aquellos que se sienten marginados en sociedades de Occidente para reclutarlos, valiéndose de internet.
No se trata de señalar el ‘efecto repetición’ de un asesinato múltiple para argumentar que estos no los registren los medios de comunicación. Pero sí, más bien, de advertir sobre la necesaria y seguramente dolorosa tarea, con importante dosis de autocrítica, de identificar qué está fallando en nuestras sociedades, en el modelo de vida de Occidente, para que haya tantas personas con la disposición de cometer asesinatos múltiples contra víctimas inocentes.
Tal vez lo primero sea admitir que no estamos ante casos aislados, que tanto el piloto de German Wings que estrelló su avión contra los Alpes franceses como los asesinos de Sagamihara, Orlando y Niza comparten aspectos de sus historias de vida. También, reconocer que tan importante como frenar a Isis en el terreno militar es una tarea mucho más compleja: cortarle el suministro del oxígeno que lo mantiene vivo.
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