Uno de los desafíos más serios que tendremos después de los acuerdos de paz es terminar con la exclusión económica en el campo y las ciudades. Por eso esta reflexión.
En el Magdalena Medio conocí la coca campesina: los montes derrumbados para sembrar; los avances de dinero para semilla, fertilizantes y raspachines; el frenesí de cerveza, prostitución y contrabando en los caseríos; el transporte de gente y mercancías, y las tiendas de insumos de gasolina, cemento y ácidos para producir el alcaloide. Conocí también las retroexcavadoras que cargaron de lodo y mercurio las aguas cristalinas del Yanacué, el Bogue y el Tamara, y que cambiaron la coca por el oro, que se paga mejor y pasa fácil los retenes. En los últimos meses, como habitante de los barrios populares de Medellín, he convivido con los relatos de la extorsión cotidiana, la “seguridad” a la fuerza, el microtráfico y los créditos gota a gota; y esto se reproduce en Cali, Bogotá, Cartagena, Barranquilla...
Estas actividades articuladas unas con otras son la evidencia de que una parte importante de los excluidos del campo y la ciudad quedan subordinados a aparatos criminales sofisticados, organizados nacional e internacionalmente, para una oferta de exportación elástica al precio, como lo anota Mauricio Cabrera, que al subir el valor del dólar y con la ayuda de otros factores aumenta las hectáreas sembradas de coca y las retroexcavadoras de oro en consistencia con un negocio de commodities. Y, mientras no haya un cambio, estos aparatos ilegales, poderosos y violentos seguirán aprovechándose de tener en Colombia a una gran masa de excluidos.
Estos negocios suelen ser analizados y combatidos desde el lado criminal, sin investigar con rigor su conexión estructural con la exclusión de una multitud de personas, mayoritariamente jóvenes, que no encuentran estímulos e incentivos institucionales para ingresar a los mercados legales, y que obtienen en la tenaza de los grandes aparatos criminales, el empleo y el capital para la producción de “bienes y servicios” rurales y urbanos en operaciones donde la extorsión y las balas despejan los mercados cautivos que se articulan mediante la demanda agregada con los mercados formales y los contaminan de riesgos. Allí, la mayor parte de quienes participan son personas inocentes, que quedan sometidas a patronos criminales, hábiles para sobornar a las autoridades, evadir la acción de la justicia y actuar en política para financiar las ferias de los votos.
Este es el mundo económico de millones de personas que sobreviven siendo eficientes y creativos en la exclusión. Que evaden impuestos o los pagan a bandidos en una producción contraproducente para el bienestar de Colombia. Mundo de negocios que financiaron a la guerrilla y que siguen financiando al paramilitarismo y las bandas criminales.
El camino para salir de esta encrucijada es complejo e interdisciplinario, toca la estructura de la economía y la política. No es para el espacio de una columna. Pero tiene unos presupuestos que debe entender la dirigencia colombiana: para construir una economía sin excluidos hay que respetar la dignidad de nuestro pueblo y creer en sus capacidades. Es un error pensar que los campesinos no son eficientes y que solo los grandes empresarios desarrollan el campo. Es falso que los oligopolios comerciales y bancarios tengan futuro dejando de lado a los pequeños y que las empresas grandes puedan prescindir de la creación de trabajo productivo popular. No podemos continuar con una situación donde la inmensa creatividad y productividad de gran parte de la gente de barrios y del campo no tenga otro camino para contribuir a la demanda agregada que las alternativas perversas de capital y de empleo que les ofrecen los criminales.
Francisco de Roux