—¿Quieres saber qué me pasó?
Esperanza deja salir una tímida sonrisa cuando cuenta lo que le pasa al estar en la calle. Siente que la gente la ve y le quita la mirada tan pronto ella percibe que está siendo observada. A veces se siente atraída de ir hasta alguno de sus observadores para preguntarle: ¿quieres saber qué me pasó? Pero no lo hace: “la gente es morbosa”, dice.
Esperanza, madre de dos hijos, no solo fue víctima de un ataque con ácido en diciembre de 2014 –año en el que se denunciaron 111 agresiones con agentes químicos según Medicina Legal–. Mucho antes había denunciado ser víctima de violencia intrafamiliar, insultos y hasta escupitajos.
“Yo fui muchas veces (a la Fiscalía), cada vez que podía salir de mi trabajo iba hasta allá y decía: ‘Mire que él me sigue insultando, es que él me escupió’. Me decían que estaban trabajando, pero no pasaba nada”, recuerda.
Y el problema, a medida que menos atención recibía por parte de las autoridades, más rápido se iba complicando para esta ejecutiva de ventas de vehículos. El trágico momento que cambió la vida de Esperanza Rangel, quien no se atreve a revelar su edad, se registró un día antes de Navidad en el 2014.
Camino a misa interrumpido por una crueldad
El diagnóstico: quemaduras de segundo grado profundo y tercer grado en el rostro, cuello, tórax y la mano derecha. ¿Cómo pasó?
“Ese día era martes 23 de diciembre. Yo dije: ‘Ya llegué tarde a la iglesia, pero bueno, no importa, voy a ir’. Apagué el celular, lo dejé conectado, cogí la Biblia y salí. Había caminado cuadra y alguito cuando de pronto sentí alguien detrás de mí. Voltee a ver, había un carro parqueado y al lado una persona. Vi que alguien me salió adelante, agachado, y me lanzó el químico. Yo supe que era químico”, dice.
Esperanza recuerda que no se detuvo a pensar en seguir a su agresor. En ese momento, su idea era bañarse en agua y en medio de la confusión buscó ayuda.
“A unos pasos había una tienda. Entré y pedí agua; el señor me dio una botella, pero yo le dije: ‘No, necesito mucha agua’. Traté de empujarlo para entrar y buscar un sitio con agua, pero él me puso la mano sobre el pecho. Cuando él me trata de detener, me dice: ‘¿Usted qué tiene?, eso pica’. Yo le dije: ‘Es ácido”, recuerda Esperanza.
Pasaban las 7:20 p. m. y a Esperanza solo la ayudó la gente que estaba cerca del lugar de su ataque. Unos minutos después la Policía la llevó al hospital Simón Bolívar, pues, como ella recuerda, “la ambulancia nunca llegó”.
Los primeros terribles 23 días
Fueron 23 días de hospitalización y de mantener gran parte del cuerpo vendado y la angustia de volver a tener un espejo en frente. “Fue una noche espantosa, la verdad una noche de terror”, dice Esperanza, cuando recuerda su primera noche en el hospital.
Pero aparte de esos terribles 23 días internada, venía un problema aún más grave: la seguridad de Esperanza y su familia.
Antes del ataque, la persona con la que convivía Esperanza fue citada dos veces para declarar ante la Fiscalía por las agresiones que le había hecho, sin embargo, nunca se presentó. De hecho, posteriormente al ataque, todo empeoró. Ella no se atreve a hablar mucho de él, solo asegura que tiene mucho dinero y que es capaz de hacer cualquier cosa por callar sus denuncias.
“Es clarísimo, la persona de donde proviene mi ataque me sigue vulnerando, me sigue amenazando, amenaza a mis hijos y (siendo) el padre de mi hijo menor, me dice que él va a terminar peor, que mi hijo va a terminar muy mal”, denuncia.
Y lo peor: “Cuando salí del hospital, a los 20 días golpearon a mi hijo mayor. Casi me lo matan”.
Adicionalmente, ella piensa en un drama diario: la vida en familia. “A pesar de que mi familia me apoya, ellos trabajan, así que prácticamente he estado sola. Entonces, cuídate sola y aparte de eso, hazte cargo de tu hijo, sola. Ha sido muy difícil”, reconoce.
Salud, justicia y reparación
Esperanza reconoce que no ha tenido que vivir un viacrucis para que la atiendan oportunamente en sus requerimientos médicos, sin embargo, sí conoce varios casos que la Fundación Reconstruyendo Rostros atiende, en los cuales la lucha es interminable y agotadora.
Aparte de sus cirugías, se ha sometido a más de 120 terapias entre físicas y psicológicas. Continúa incapacitada laboralmente, pero ha reconocido que en lo mental y lo emocional hay pequeños avances: “Medianamente he aprendido a vestirme y el pelo me ha crecido algo, entonces como que ya no me cubro tanto. El tema del sol es terrible, por lo menos en la recuperación. Vestirse es un caos, uno no sabe qué ponerse. A veces, sé qué ponerme y qué me combina con la licra (que cubre las heridas). Antes me vestía con falda y tacones, ahora qué falda y qué tacones, eso con la licra no se ve nada estético”, cuenta.
Por otra parte, tras la reciente sanción en enero de la Ley 1773 que endurece las penas contra quienes ataquen a otras personas con agentes químicos, una mujer como Esperanza, fiel a su nombre, cree, confía y espera que el Estado no las abandone.
“Tenemos la esperanza de que el Estado realmente nos colabore, no solamente en sancionar al agresor, sino en la reparación a las personas que han tenido esta agresión”, recalca.
Además, se atreve a pedir: “Cuando las quemaduras son directamente en el rostro, el Estado debería pensionar a las víctimas del ataque”.
A la fecha, Esperanza no deja de sonreír, no para de pensar en su familia, en sus hijos, y por ningún momento deja de luchar por la igualdad y equidad de sus derechos.
Así como tuvo la fortaleza poco a poco de recuperarse y salir de nuevo a la sociedad, hoy se despierta cada día con la convicción de que algún día estos ataques terminarán o, al menos, podrán ser hechos evitables. Como el de ella, que era una tragedia evitable.
IVÁN PEÑA BARRERA
Redactor ELTIEMPO.COM
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