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La ciencia demuestra que las predicciones de Einstein eran ciertas

'Siete breves lecciones de física', un libro sobre los aciertos de las profecías del universo.

EL TIEMPO
De joven, Albert Einstein pasó un año entero haraganeando ocioso. Si no se pierde el tiempo, no se llega a ningún sitio, algo que los padres de los adolescentes olvidan a menudo. Estaba en Pavía. Había vuelto con su familia tras dejar los estudios en Alemania, donde no soportaba el rigor del instituto. Era a comienzos de siglo, y en Italia se iniciaba la Revolución Industrial. Su padre, que era ingeniero, instalaba las primeras centrales eléctricas en la llanura del Po. Albert leía a Kant y a ratos perdidos asistía a clases en la Universidad de Pavía: por diversión, sin matricularse ni hacer exámenes. Es así como se llega a ser científico en serio.
Luego se matricularía en la Universidad de Zúrich y se sumergiría en la física. Pocos años después, en 1905, enviaba tres artículos a la principal revista científica de la época, los Annalen der Physik. Cada uno de los tres era digno de un premio Nobel. El primero mostraba que los átomos realmente existen. El segundo abría la puerta a la mecánica de los cuantos, de la que hablaré en la próxima lección. El tercero presentaba su primera teoría de la relatividad (hoy llamada ‘relatividad restringida’), la teoría que explica que el tiempo no transcurre igual para todos: dos gemelos se encuentran con que ya no tienen la misma edad si uno de ellos ha viajado a gran velocidad.
Einstein se convierte de repente en un científico de renombre y recibe ofertas de trabajo de varias universidades. Pero algo lo turba: su teoría de la relatividad, por muy célebre que se haya hecho de inmediato, no cuadra con cuanto sabemos sobre la gravedad, es decir, acerca de cómo caen las cosas. Se da cuenta de ello escribiendo una reseña sobre su teoría, y se pregunta si la vetusta y rimbombante “gravitación universal” del gran padre Newton no debería ser revisada a su vez a fin de hacerla compatible con la nueva relatividad. Se sumerge en el problema. Harán falta diez años para resolverlo. Diez años de enloquecidos estudios, tentativas, errores, confusión, artículos equivocados, ideas fulgurantes, ideas erróneas... Por fin, en noviembre de 1915, da a la imprenta un artículo con la solución completa: una nueva teoría de la gravedad, a la que da el nombre de ‘teoría de la relatividad general’, su obra maestra. La “teoría científica más hermosa”, la denominaría el gran físico ruso Lev Landau.
Hay obras maestras absolutas que nos emocionan intensamente: el Réquiem de Mozart, la Odisea, la capilla Sixtina, El rey Lear... Para captar todo su esplendor quizá debamos realizar cierto aprendizaje. Pero el premio es la pura belleza. Y no solo eso: también que nuestros ojos se abran a una nueva mirada al mundo. La relatividad general, la joya de Albert Einstein, es una de ellas.
Recuerdo la emoción cuando empecé a entender algo. Era verano. Estaba en una playa de Calabria, en Condofuri, inmerso en el sol de esta región helénica del Mediterráneo, en la época de mi último año de universidad. En los períodos de vacaciones es cuando mejor se estudia, porque no se tienen las distracciones de la escuela. El municipio de Condofuri está situado en la Bovesia, una zona geográfica de la provincia de Reggio Calabria donde se habla una lengua estrechamente emparentada con el griego antiguo.
Estudiaba un libro con los márgenes roídos por los ratones, ya que lo había utilizado para tapar las madrigueras de esas pobres bestezuelas, por la noche, en la casa desvencijada y algo hippie situada en la colina umbra adonde acudía para huir del aburrimiento de las clases universitarias de Bolonia. De vez en cuando levantaba los ojos del libro para contemplar el centelleo del mar: me parecía ver la curvatura del espacio y del tiempo imaginada por Einstein.
Era como magia: como si un amigo me susurrase al oído una extraordinaria verdad oculta, y de repente apartara un velo de la realidad para desvelar un orden más simple y profundo. Desde el momento en que aprendimos que la Tierra es redonda y gira como una peonza enloquecida comprendimos que la realidad no es como se nos presenta: cada vez que entrevemos un nuevo fragmento de ella nos produce emoción. Otro velo que cae.
Pero entre los numerosos saltos adelante de nuestro saber, ocurridos uno tras otro a lo largo de la historia, el realizado por Einstein probablemente no tiene parangón. ¿Por qué? En primer lugar, porque una vez se entiende cómo funciona, la teoría resulta ser de una simplicidad asombrosa. Resumo la idea:
Newton trató de explicar la razón por la que las cosas caen y los planetas giran. Imaginó una “fuerza” que tira de todos los cuerpos, unos hacia otros: la llamó ‘fuerza de gravedad’. Cómo hacía esa fuerza para tirar de cosas que estaban lejos unas de otras, sin que hubiera nada en medio, era algo que no nos era dado saber, y el gran padre de la ciencia se guardó cautelosamente de aventurar hipótesis. Newton también imaginó que los cuerpos se movían en el espacio, y que el espacio era un gran contenedor vacío, una gran caja para el universo. Una inmensa estantería en la que los objetos discurren en línea recta hasta que una fuerza los hace curvarse. De qué estaba hecho ese «espacio», contenedor del mundo, inventado por Newton, era algo que tampoco nos era dado saber.
El espacio se curva
Pero pocos años antes del nacimiento de Albert, dos grandes físicos británicos, Faraday y Maxwell, añadieron un ingrediente al frío mundo de Newton: el campo electromagnético. El campo es una entidad real difundida por todas partes, que transporta las ondas de radio, llena el espacio, puede vibrar y ondular como la superficie de un lago, y “pone en circulación” la fuerza eléctrica. Einstein se sentirá fascinado ya de muchacho por el campo electromagnético, que hace girar los rotores de las centrales eléctricas que construye papá, y pronto comprende que también la gravedad, como la electricidad, debe ser transportada por un campo: ha de existir un “campo gravitatorio”, análogo al “campo eléctrico”; e intenta entender cómo puede estar constituido dicho campo gravitatorio y qué ecuaciones pueden describirlo.
Y aquí llega la idea extraordinaria, el puro genio: el campo gravitatorio no está difundido en el espacio: el campo gravitatorio es el espacio. Esa es la idea de la teoría de la relatividad general.
El “espacio” de Newton, en el que se mueven las cosas, y el “campo gravitatorio”, que transporta la fuerza de gravedad, son una misma cosa.
Es una revelación. Una impresionante simplificación del mundo: el espacio ya no es algo distinto de la materia, es uno de los componentes “materiales” del mundo. Una entidad que ondula, se dobla, se curva, se tuerce. No estamos contenidos en una invisible estantería rígida: nos hallamos inmersos en un gigantesco molusco flexible. El Sol dobla el espacio en torno a sí, y la Tierra no gira a su alrededor atraída por una misteriosa fuerza, sino porque discurre en línea recta en un espacio que se inclina. Como una bolita que rodara en un embudo: no hay “fuerzas” misteriosas generadas por el centro del embudo; es la propia naturaleza curva de las paredes la que hacer girar la bolita. Los planetas giran alrededor del Sol y las cosas caen porque el espacio se curva.
¿Cómo describir esta curvatura del espacio? El más grande matemático del siglo XIX, Carl Friedrich Gauss, ‘príncipe de los matemáticos’, había ideado la formulación matemática que describía las superficies curvas bidimensionales, como la superficie de las colinas. Luego le había pedido a un buen alumno suyo que la generalizara a los espacios curvos de tres o más dimensiones. Y el alumno, Bernhard Riemann, había elaborado una pesada tesis doctoral, de las que parecen completamente inútiles.
El resultado era que las propiedades de un espacio curvo son captadas por cierto objeto matemático que hoy conocemos como curvatura de Riemann y representamos con una R. Einstein escribe entonces una ecuación que dice que R es proporcional a la energía de la materia. Es decir, el espacio se curva allí donde hay materia. Eso es todo. La ecuación ocupa media línea, nada más. Una visión –el espacio que se curva– y una ecuación.
Pero dentro de esta ecuación hay todo un universo rutilante. Y aquí se inicia la riqueza mágica de la teoría. Una fantasmagórica sucesión de predicciones que parecen los delirios de un loco, pero que sin embargo han sido todas ellas verificadas por la experiencia.
Para empezar, la ecuación describe cómo se curva el espacio alrededor de una estrella. A causa de esta curvatura, no solo los planetas orbitan alrededor de la estrella, sino que también la luz deja de viajar en línea recta y se desvía. Einstein predice que el Sol desvía la luz. En 1919 se realiza la medición, y resulta ser cierto.
Pero no es solo el espacio el que se curva: también lo hace el tiempo. Einstein predice que el tiempo transcurre más deprisa arriba y más despacio abajo, cerca de la Tierra. Se mide, y resulta ser cierto. Por poca diferencia, pero el gemelo que ha vivido en el mar se encuentra con que el gemelo que ha vivido en la montaña es algo más viejo que él. Y es solo el principio.
Cuando una gran estrella ha quemado todo su combustible (el hidrógeno), termina por apagarse. Lo que queda ya no se sustenta por el calor de la combustión y se colapsa aplastado bajo su propio peso, hasta curvar tan fuertemente el espacio que llega a precipitarse dentro de un auténtico agujero. Son los famosos “agujeros negros”. Cuando yo estudiaba en la universidad, estas eran predicciones poco creíbles de una teoría esotérica. Hoy se observan en el cielo centenares, y son estudiadas con todo detalle por los astrónomos. Pero hay más.
El espacio entero puede extenderse y dilatarse; mejor dicho, la ecuación de Einstein indica que el espacio no puede mantenerse inmóvil, debe estar en expansión. En 1930 se observó, de hecho, la expansión del universo. La misma ecuación predice que la expansión tiene que ser el resultado de la explosión de un joven universo pequeñísimo y calentísimo: es el Big Bang. Una vez más, nadie lo cree, pero las pruebas se acumulan, hasta que se observa en el cielo la “radiación cósmica de fondo”: el difuso resplandor que queda del calor de la explosión inicial. La predicción de la ecuación de Einstein es correcta.
Y, de nuevo, la teoría predice que el espacio se encrespa como la superficie del mar; los efectos de esas “ondas gravitatorias” se observan en el cielo en las estrellas binarias, y encajan con las previsiones de la teoría con la pasmosa precisión de una parte sobre cien mil millones. Y así sucesivamente.
En suma, la teoría describe un mundo colorido y asombroso, donde explotan universos, el espacio se precipita en agujeros sin salida, el tiempo se ralentiza al descender sobre un planeta, y las ilimitadas extensiones del espacio interestelar se encrespan y ondean como la superficie del mar..., y todo esto, que iba surgiendo poco a poco de mi libro roído por los ratones, no era una fábula contada por un idiota en un arrebato de furor, o el efecto del ardiente sol mediterráneo de Calabria, una alucinación sobre el centelleo del mar. Era realidad.
O mejor, una mirada a la realidad, algo menos velada que la de nuestra ofuscada banalidad cotidiana. Una realidad que parece hecha, también ella, de la materia de la que están hechos los sueños, pero, sin embargo, más real que nuestro nebuloso sueño cotidiano.
Todo esto es el resultado de una intuición elemental: el espacio y el campo son una misma cosa. Y de una sencilla ecuación, que no me resisto a copiar aquí; aunque seguramente mi lector no sabrá descifrarla, quisiera que al menos constatara su gran simplicidad: Rab - ½ Rgab =Tab
Eso es todo. Ciertamente, se requiere seguir cierto aprendizaje para digerir las matemáticas de Riemann y dominar la técnica necesaria para leer esta ecuación. Hace falta algo de empeño y esfuerzo. Pero menos del que se necesita para llegar a sentir la enrarecida belleza de uno de los últimos cuartetos de Beethoven. En uno y otro caso, el premio es la belleza, y unos ojos nuevos para ver el mundo.
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