LUXEMBURGO. En contadas ocasiones históricas, el pelo, o la falta de pelo, el color o el corte de este dejan de ser frivolidades asociadas con vanidad femenina para convertirse en asunto de Estado, objeto de ridículo y reflejo de la personalidad de grandes líderes cuya ideología, dentro de sus cabezas, se puede ‘leer’ en el pelo que llevan encima de ellas.
Empecemos con la cabellera, o más bien la escasez de ella, en la cabeza del presidente francés, François Hollande, que ha provocado escándalo nacional porque cuidarle el poco pelo que le queda le cuesta al Estado el equivalente al sueldo de uno de sus ministros. La prensa del país se ha regocijado con las comparaciones: qué haría un obrero que gana sueldo mínimo con los casi 10.000 euros al mes que le pagan al peluquero del Presidente. Y qué haría con esa suma cualquiera de los millones de desempleados, refugiados, vendedores ambulantes.
¿Qué dice semejante extravagancia del presidente cuya consigna es una de supuesta sobriedad y cuya imagen es la del ‘hombre normal’? Es curioso cuando, para mostrar su voluntad de cortar gastos excesivos en el gabinete, se hizo bajar 30 por ciento de su propio salario.
Desde luego, la imagen impecable del Presidente es muy importante en Francia, y el puesto de peluquero oficial, muy apetecido, aunque exigente, requiere absoluta discreción. Pero ganar lo mismo que un ministro es desproporcionado, una muestra de hipocresía presidencial y, desde luego, ha dado lugar al ridículo y a aún más bajos índices de popularidad.
El pelo de Hollande no es el único en primera plana. El de Boris Johnson, el exalcalde de Londres que encabezó la campana por el brexit y quien acaba de ser nombrado ministro de Relaciones Exteriores por la nueva primera ministra, Theresa May, es otra famosa ‘diciente cabellera’.
Johnson ha jugado siempre el peligroso juego de parecer un hombre infantil y poco serio mientras ocupa altos cargos. Sus decisiones sobre asuntos tan importantes como la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea parecen alivianadas con su aire general de desorden, en el cual su melena rubia, casi blanca, siempre alocada, tiene un lugar central. El pelo de Boris Johnson es una perfecta representación de lo que se podría llamar ‘caos cultivado’, siempre a su alrededor. Y es tan reconocible y crucial para su imagen que hasta tiene una cuenta de Twitter.
Lo que es seguro es que Boris no está pagando 10.000 euros al mes a un peluquero. Más bien parecería que se lo corta él mismo, con los ojos cerrados y unas tijeras de cocina. Pero ese desorden cabelludo, que provoca tantos comentarios, también es objeto de nuevo escándalo porque el diario The Telegraph denunció recientemente que Boris se oxigena el pelo. Una mentira más de las muchas que dice y ha dicho desde cuando comenzó su carrera como periodista y fue despedido por el diario The Times, cuando se comprobó que inventaba citas.
Y a la cabeza de hombres con famosos pelos mentirosos está, desde luego, Donald Trump. Lo que el estilo de pelo dice del dueño es más que evidente en ese caso. Mucha tinta en artículos y horas de radio y televisión han sido usadas para comentar, celebrar o burlarse del pelo de Donald.
Ya pocos cuestionan si los folículos de Trump son naturales o falsos. Hay suficiente prueba de que usa un complicado tratamiento con hebras de microcilindros sintéticos para mantener esa melena que se ha convertido en sinónimo de su inmenso ego y vanidad.
Muchos hablan del famoso copete como ‘un chiste nacional’, una metáfora de la falsedad del candidato y todo lo que dice. La evolución del peinado inescrutable de Trump asusta casi tanto como la de sus mensajes políticos que incitan a violencia partidaria, xenofobia, misoginia y racismo, y es tan mentirosa como sus promesas.
Cecilia Rodríguez