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La mata que mata

Con 100.000 hectáreas de coca, y el área sembrada en aumento, la paz es inalcanzable.

Mientras en el mundo mesiánicos terroristas masacran civiles lo mismo en Europa que en las ciudades del Medio Oriente, África y Asia, y payasos populistas como Donald Trump o el nuevo ministro de Exteriores británico, Boris Johnson, se aprovechan de ello para imponer su discurso xenófobo, en Colombia avanza el fin del conflicto con las Farc. Y eso, entre otras cosas por el contraste, podría sonar bien para el país. Pero la semilla de la continuación de la guerra está ahí, convertida en mata de coca y en pleno crecimiento: el año pasado alcanzó las 96.000 hectáreas, según cifras de Naciones Unidas.
Con ese mar de coca, en crecimiento, la paz no es sostenible. Lo acaba de decir el ministro para el Posconflicto, Rafael Pardo, un hombre que sabe de lo que habla. Lidió por años con esos asuntos, como consejero de paz y Mindefensa que fuera en los 80 y los 90. Los miles de millones de dólares que producirán esas hojas de coca convertidas en cocaína servirán para alimentar a las actuales bandas criminales, a las que surgirán de los frentes de las Farc que les pongan conejo a los acuerdos de La Habana, y al repotenciado Eln, que anda popocho con el producto de los narcocultivos y laboratorios del Catatumbo.
A principios de este siglo, Colombia llegó a contar con 160.000 hectáreas de coca. Gracias al Plan Colombia –acordado y puesto en marcha por Bill Clinton y Andrés Pastrana–, esos cultivos se redujeron a menos de 48.000 hectáreas durante el doble mandato de Álvaro Uribe y los dos primeros años de Juan Manuel Santos. Pero en el 2014 crecieron más del 40 por ciento, hasta 69.000 hectáreas. El año pasado, la tendencia continuó: 39 por ciento de aumento hasta 96.000 hectáreas, más del doble de la superficie sembrada de coca en el 2013.
La responsabilidad de semejante desastre recae en el gobierno de Santos, que, en el afán de mandarles señales de buena voluntad a las Farc, redujo paulatinamente las fumigaciones áreas –que estaban detrás del éxito alcanzado en reducción del área sembrada– hasta suspenderlas de manera indefinida en el 2015, tras un concepto del ministro de Salud, Alejandro Gaviria. Fue una decisión que mezcló ingenuidad e improvisación.
Ingenuidad porque si el glifosato es malo para la salud, qué decir del daño ecológico que producen los narcocultivos –al estimular la tala de bosques– y del daño a la salud que genera la cocaína. E improvisación porque, aun bajo el supuesto de que, por razones de salud, fuese recomendable acabar con la aspersión aérea de glifosato, nunca hubo un plan para reemplazar esa eficaz herramienta. El mar de coca que hoy tenemos es el resultado visible de semejante equivocación.
La solución ideal sería la legalización mundial de la cocaína y otras drogas prohibidas, que acabaría con una ilicitud que multiplica las ganancias de las mafias que matan por controlar zonas de producción, rutas de exportación y mercados. Pero ese paso es hoy en día un imposible político: ni la opinión pública ni los líderes del mundo –con escasísimas excepciones– lo aprueban.
De modo que no queda más remedio que moverse dentro de la realidad. Y esa realidad impone decisiones radicales. No bastan los planes manuales de erradicación voluntaria, que apenas eliminarán unas pocas decenas de hectáreas. Urge un programa agresivo de erradicación acelerada y sostenida. Y el Gobierno carece de él. Rafael Pardo tiene roda la razón: con casi 100.000 hectáreas de matas de coca, la paz no resulta sostenible. Y yo digo más: es inalcanzable.
* * * *
Tino. La presidenta de la Corte Suprema, Margarita Cabello, lideró, con tino e inteligencia, el proceso de elección del nuevo Fiscal General. Atajó las maniobras que buscaban que el alto tribunal se paralizara ante esta decisión, y salvó así a la Corte del desprestigio. Punto para ella.
Mauricio Vargas
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