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Un tratado de paz

No se conoce el primer proceso de paz perfecto; pero sí se conocen muchos que han salvado vidas.

En 25 años el mundo ha cambiado, y Colombia no se ha quedado atrás. Cada vez es mayor el reproche colectivo a los actos de barbarie y de terrorismo, y cada vez el ciudadano del común es menos proclive al perdón.
De hecho, el proceso de paz que se adelanta en La Habana no es ajeno al cambio de los tiempos y se sintoniza con esta realidad que impide una amnistía o un perdón, como el que se otorgó al M-19, como mínimo por tres razones: primero, la sociedad colombiana del 2016, no estaría dispuesta a tolerar una impunidad absoluta, como sí lo hizo, por ejemplo, en 1990; segundo, la comunidad internacional –cuya opinión no es despreciable, sin perjuicio de nuestra soberanía– jamás vería con buenos ojos un antecedente de perdón total luego de eventos de impacto como el 11S, en Estados Unidos, en el 2001; el 11M, en España, en el 2004, o, recientemente, el 13N, en París, en el 2015; y tres, pactar una impunidad absoluta sería tanto como, según dicen en el argot popular, en el caso de las Farc, darse un tiro en un pie, pues la Corte Penal Internacional, a la que está atada la nación colombiana luego de suscribir el Tratado de Roma en el 2002, intervendría como sistema judicial sucedáneo, ante la inoperancia del sistema judicial local.
Es claro que no se aplicará la justicia ordinaria en su esplendor, pero tampoco puede admitirse que habrá una impunidad absoluta. Operará, entonces, la justicia transicional, buscando un equilibrio que se justifica, en términos de Pepe Mujica, cuando explica que para consolidar la paz se necesitan menos jueces y más albañiles. Pero habrá justicia.
En materia de participación política, amén de que nada imponen los estándares internacionales, debemos como nación ser sensatos y reflexivos. Si defendemos el concepto de que las armas no son el camino legítimo para acercarse a los espacios de poder sino, por el contrario, son las ideas, mal podemos silenciar al que piensa distinto; si es el caso, habrá que vencerlos en la arena política, pero para vencerlos por lo menos habrá que dejarlos subir al ring. Brindarles garantías de participación y seguridad es apenas elemental. Ello además tendría un gran sustrato de resarcimiento, pues en el pasado expresiones como la de la Unión Patriótica fueron exterminadas, no obstante que representaban a un puñado importante de colombianos.
A propósito, dable es decir que la Constitución Política de 1991 fue un genuino tratado de paz. Los delegatarios a la Asamblea Nacional Constitucional, erigida en Asamblea Nacional Constituyente, eran de todas las estirpes y colores políticos; 74 en total. De ellos, 19 pertenecían a un movimiento recientemente desmovilizado, como lo fue la Alianza Democrática M-19, que por cierto tuvo que soportar el asesinato de uno de sus principales líderes, en medio del proceso de reconciliación; dos curules pertenecían al Epl; una, al PRT, y una, al Quintín Lame. Estos últimos 4, con derecho a solo voz, pues se desmovilizaron luego de haberse elegido a los delegatarios por voto popular, y de allí que, como un gesto de inclusión, pero sin pretender alterar la voluntad soberana del pueblo, se les permitiera deliberar activamente, pero sin derecho a voto.
No se conoce sobre la faz de la Tierra el primer proceso de paz perfecto; pero sí se conocen muchos que han salvado vidas, y ello es suficiente para ser tercos en este propósito. Lo único cierto es que en este país cabemos todos, y muy cerca estamos de firmar otro tratado de paz, 25 años después de la proclamación de la Constitución de 1991; con arreglo a ella, sin necesidad de sustituirla.
Carlos Edward Osorio
* Representante a la Cámara. Coordinador Ponente Marco Jurídico para la Paz
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