Pensar que se trata simplemente de una maldición produce algo de alivio. Porque, de lo contrario, constatar el rosario de fallas, tumbos que alimentan sospechas y chambonadas de antología que han tenido lugar en la obra del paso deprimido de la calle 94 en Bogotá produce una combinación de rabia e indignación poco recomendable para la salud.
Dan ganas de apelar a lo sobrenatural solo para que la fe en lo público no quede sepultada debajo de los cimientos de esta obra. Lo que en algún momento fue pensado como un proyecto de infraestructura necesario para mejorar la calidad de vida de los bogotanos cuya construcción tomaría poco más de un año y costaría 48.000 millones es hoy, duele decirlo, un muro distrital de las lamentaciones. Y onerosa versión: su costo hoy se estima en 166.000 millones.
Es, pues, el símbolo de toda una década de desaciertos y descalabros de quienes tuvieron las riendas de la ciudad. Una página de su historia escrita con la tinta de aquellos que vieron en las obras de infraestructura un botín y no un medio para mejorar la vida de la gente.
Desde el desayuno se supo cómo iba a ser el almuerzo: el primer consorcio responsable ni siquiera entregó los estudios completos. Tras múltiples incumplimientos, el contrato fue caducado por el IDU en el 2011. Luego, el rosario de tropiezos: desde el esquivo visto bueno del Acueducto al pasar por ahí la línea Tibitoc hasta las fisuras en un edificio aledaño pasando por un inesperado tanque de agua subterráneo. Todo esto en un marco de estudios defectuosos que han sido manantial inagotable de enredos y obstáculos.
Esta semana se conoció el más reciente aplazamiento de la fecha de entrega. Razones sobran entre la gente para dudar de que en marzo del 2017 quedará terminada la obra. Aun así, hacemos votos para que así sea, como un último y desesperado acto de fe. Que lo terminen para que los bogotanos acudan en romería a dar fe del milagro, que sea el hito que marque el anhelado fin de los días nefastos del ‘carrusel’. Una pesadilla que no se acaba del todo.
Es urgente. Ya no estamos ante un tema de movilidad o infraestructura, sino de amor propio de toda una comunidad que hoy padece, justamente, una depresión colectiva por causa del deprimido.
editorial@eltiempo.com