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Frankenstein cumple 200 años / Lecturas dominicales
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Frankenstein cumple 200 años / Lecturas dominicales

El escritor Mario Mendoza plantea múltiples formas de entender esta obra.

Por: MARIO MENDOZA 11 de julio 2016 , 08:25 p. m.
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A comienzos del siglo XIX, la todavía adolescente Mary Godwin (luego de casada Mary Shelley) escribe esta curiosa novela que será leída después desde innumerables puntos de vista. Frankenstein o El Moderno Prometeo será interpretada como una historia de terror gótico, como una oposición romántica al racionalismo del siglo XVIII, como un relato de anticipación con respecto a la crisis de la ética en medio de la experimentación científica, como un texto de ciencia ficción que antecede a la creación de robots y cyborgs contemporáneos, como una obra que intuye el problema del inconsciente mucho antes de la llegada del psicoanálisis, en fin, los ángulos se multiplican hasta conformar una mirada caleidoscópica desde muy diversas disciplinas.

Ha sido vista también como una premonición personal y una exposición de los miedos más profundos a reproducirse, a tener hijos, a dar vida, pues la propia Mary Shelley tendría un parto prematuro por esos años y dos de sus hijos morirían luego en condiciones terribles. Para ella, como para Víctor Frankenstein, el médico de su novela, dar vida era en realidad dar muerte.

Algunos ensayistas han visto en este libro toda una reflexión de lo que significa el horror de la obra de arte, es decir, la manera como el artista, aislado y buscando parecerse a los dioses (al mito de Prometeo), se encierra durante un tiempo a crear un ser nuevo, una pintura, una película, una novela. El problema es que ese nuevo ser se puede convertir en una entidad espantosa, macabra, impredecible, hasta el punto de destruir la vida de su propio creador. La obra de arte se independiza y cumple muchas veces destinos atroces que son imposibles de prever. Como ciertos hijos cuyas vidas no podemos controlar y terminan convertidos en auténticos monstruos que hubiéramos preferido no engendrar.

De todas las adaptaciones que se han hecho para cine de esta novela, incluidas las del legendario actor Boris Karloff, quizás la más fiel a la historia original sea la de Kenneth Branagh con Robert De Niro en el papel del engendro mutante. Son memorables en esta película las escenas de Frankenstein aprendiendo el milagro de las palabras y convirtiéndose en un ser resentido y violento porque los mismos hombres lo obligan a ello.

Una de las lecturas más seductoras es la de ver el libro como una crítica al pensamiento racional que empezaba a considerarse por ese entonces todopoderoso y sin límites. Desde estos años, los artistas y los escritores anunciaron de manera categórica el desplome de un determinado modo de pensar: la razón moderna heredera de los hombres del Renacimiento. Creíamos, sobre todo después de la Ilustración del siglo XVIII, de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa, que íbamos a ser capaces de construir un mundo mejor, solidario, fraterno, igualitario. Creíamos en el progreso. No fue así. Ninguna de las promesas del proyecto moderno se cumplió a cabalidad. En realidad, lo que ocurrió fue todo lo contrario: más miseria, más hambre, más desigualdad.

Frankenstein, los personajes trastornados de Poe, o Mister Hyde, el famoso personaje siniestro de Robert Louis Stevenson, que se ocultan tras la razón científica, funcionan como metáforas de toda la Modernidad occidental, de cuanto subyace tras el discurso cientificista y también tras la crueldad capitalista. Un monstruo que terminará emergiendo a la vida diurna e imponiendo su lógica.

La angustia de toda la primera mitad del siglo XIX, la desesperanza, la melancolía, desembocan en lo que aparecerá como el primer signo de desplome, confirmando todo lo que esos escritores, artistas, poetas y filósofos venían anunciando: la Primera Guerra Mundial deja perfectamente claro que no mejoramos, que no hay progreso, que tras los valores que encarnaban la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre subyacía una farsa.

Freud, lector asiduo del movimiento romántico, logra postular ese inconsciente que estaba latente en el Frankenstein de Mary Shelley, en Poe, en Stevenson, en Rimbaud. Las buenas intenciones del doctor Jekyll terminan en realidad dando vida a un engendro maligno que es Mister Hyde. De igual modo, los experimentos científicos del doctor Víctor Frankenstein acaban por crear en el laboratorio una entidad demoníaca y perversa que funciona como un espejo del lado oscuro de la humanidad.

Esa escisión significa la otredad. Significa que ya no tengo identidad, que no me considero un ser sólido, monolítico, que percibo que hay en mí, como mínimo, un desdoblamiento que no logro entender a cabalidad. Si yo es un otro, como había dicho Rimbaud, ¿quién es ese otro? ¿Quién es ese que está ahí adentro dirigiendo de algún modo mi propia existencia? Esa distancia entre lo que yo quiero ser y lo que puedo ser es el inconsciente.

Uno no es dueño de su vida, hay fuerzas que vienen de una intimidad recóndita, de pasadizos internos ocultos, fuerzas sobre las que no se tiene control y que marcan de un modo u otro el propio destino. Más allá de mis deliberaciones y decisiones racionales hay algo que termina dirigiendo mi vida desde el sótano de mi psique. La mayoría de las personas no estudia ese sótano, y quien no conoce sus cloacas, como Víctor Frankenstein, termina ahogándose en ellas.

Freud no hizo sino insistir en que había que poner atención a esa fuerza invisible, que era preciso revisar el inconsciente. Nada. Todos sonrieron. El hombre occidental, muy seguro de sí mismo, enarbolando su ego racionalista como bandera, dijo que eso eran supercherías, que lo que los artistas y los psicoanalistas anunciaban no era nada científico, verificable en la realidad y que, en consecuencia, eran puras tretas y fraudes inventados por poetas y agoreros.

Esto no sucede solo en el plano individual. Freud anuncia a la cultura occidental que detrás de su aparente prepotencia y su discurso racional se oculta algo muy sombrío a lo que es preciso atender. Y estallaron las dos guerras mundiales y el mundo se convirtió en un infierno. Después de 1945 nada volvió a ser lo mismo.

¿Por qué esa fecha es tan definitiva, tan categórica, la división entre un antes y un después? Porque luego de los campos de exterminio y del lanzamiento de las bombas atómicas todo quedó permitido, el hombre occidental se creyó con derecho a asolar y destruirlo todo. Si fue capaz de masacrar a cientos de miles de civiles indefensos, incluidos niños que estaban en sus escuelas; si fue capaz de conducir a más de seis millones de personas a hornos crematorios y a cámaras de gas; si fue capaz de convertir a seres humanos en zombies ambulantes, famélicos y hambrientos, entonces se creyó con licencia para hacer cualquier cosa, para arrasar con lo que fuera.
Y lo hizo.

Desde entonces, nuestro Frankenstein occidental, nuestro Mister Hyde, ha pisoteado el globo a su antojo, ha hecho y deshecho, ha desaparecido de la faz del planeta miles de especies, ha contaminado, ha modificado el clima, ha bombardeado a diestra y siniestra, ha utilizado armas químicas, ha violado todas las prohibiciones internacionales, ha dejado a más de mil millones de personas en la inanición, ha creado un modo de vida en el que la clave es pisotear y hundir a sus semejantes.

Y nuestro monstruo está convencido de que no pasará nada, que tiene derecho a todo, que a él nadie lo puede cuestionar ni exigirle que rinda cuentas. Cuando lo intentan poner contra la pared se enfurece, agrede al otro y sale corriendo manoteando y vociferando. Cuando los académicos y los científicos le advierten que estamos por entrar en un punto de no retorno y que las consecuencias de semejante arrogancia serán devastadoras, entonces llama a los que lo cuestionan “chapuceros apocalípticos”.

No hay forma de que esta criatura diabólica haga un examen de conciencia, no hay manera de enseñarle qué es un ajuste de cuentas consigo mismo. Él se cree todopoderoso, brillante, indestructible.

El doctor Víctor Frankenstein también es el origen de otro personaje oscuro de la literatura: el doctor Moreau de H. G. Wells, un médico que experimenta con seres humanos en una isla remota y abandonada, que efectúa trasplantes entre individuos y animales de otras especies. Y, aunque parezca un disparate, tanto Frankenstein como Moreau tuvieron su correlato en la vida real: el doctor Joseph Mengele durante la Segunda Guerra Mundial.

El Ángel de la Muerte había sido el médico más famoso del campo de exterminio de Auschwitz. Su especialidad era la genética y arrastraba desde tiempo atrás una obsesión: los gemelos. Por esta razón, elegía a algunos de los prisioneros para esterilizarlos y otros para abrirlos en la mesa de disección y explorar dentro de sus órganos, como Víctor Frankenstein, en busca de la clave de la vida. Muchos de esos prisioneros morían en las camillas abiertos en canal, desangrados y con sus corazones palpitando al aire libre. Eran los cobayos humanos del Monstruo, como también se le llamaba en los campos de concentración.

En 1945 Joseph Mengele se fuga y de allí en adelante su vida parecerá sacada de uno de sus propios experimentos, pues tuvo que duplicarse y duplicarse en distintas personalidades para poder escapar de las autoridades internacionales.

Terminó camuflado en la Argentina de Perón llevando una vida común y corriente, poniéndose corbata y asistiendo a reuniones de la colonia alemana en esa ciudad, hablando de ópera y de arte como cualquier ciudadano europeo culto y elegante. No obstante, el Monstruo no pudo estar mucho tiempo alejado de su obsesión y muy pronto se hizo pasar como un ducho en temas veterinarios: inyectó a varios ganados de la zona con drogas desconocidas que hicieron a las hembras parir mellizos. Los terratenientes y ganaderos estaban felices con los tratamientos realizados por Mengele.

Cuando los servicios de inteligencia israelíes empezaron a buscarlo se internó en la selva brasileña y llegó hasta un pueblito llamado Cândido Gódoi, donde continuó con sus experimentos. Parece una ficción extraída de una novela de terror gótico, pero hoy en día Cândido Gódoi tiene la tasa gemelar más alta del planeta, y cada dos años estos hermanos idénticos se reúnen en un festival de replicantes misteriosos.

Frankenstein parece una novela que hubiera anticipado todos nuestros horrores. Al conductor del Proyecto Manhattan que armó la bomba atómica, Robert Oppenheimer, después de la guerra la culpa lo convirtió en un científico retraído y depresivo que terminó ahogado en sus propios remordimientos. Ernesto Sábato, que en principio era un doctor en física y matemáticas en el Laboratorio Curie de París, se retiraría de la ciencia durante la Segunda Guerra Mundial de manera definitiva porque ella, según sus propias palabras, “llevaría al mundo hacia el desastre”, y se dedicaría desde entonces a la literatura. No en vano, por esos mismos años, Sartre enunciaría esa frase lapidaria que parece extraída de la misma novela de Marie Shelley: el infierno son los otros.

En un verano sin sol

La idea de la novela apareció en la mente de Mary Shelley en el verano de 1816. Tenía 18 años. Junto a su marido, Percy Bysshe Shelley, había sido invitada a la Villa Diodati, muy cerca de Ginebra, donde su amigo Lord Byron servía de anfitrión. Ese fue un verano especial: no hubo sol. La erupción del volcán indonesio Tambora cambió el clima del hemisferio norte por completo. Tanto que 1816 es recordado como “el año sin verano”. El plan de tomar el sol se les vino abajo a Byron y sus invitados, entre los cuales estaba su médico personal, John Polidori.

Para pasar el rato, y soportar el clima, el poeta inglés les propuso leer historias de fantasmas. Después les lanzó un reto: que cada uno se inventara una historia de terror. La novela más terrorífica que se pudieran imaginar. Así fue como a Mary Shelley se le ocurrió lo que sería el germen de su famosa obra: Frankenstein o el Moderno Prometeo. Tiempo después contó que se había inspirado en una pesadilla que había tenido, en la que a un joven científico lo invadía el terror debido a sus creaciones. También la marcaron las conversaciones que solía oír entre Polidori y Percy, que pasaban horas hablando de los avances científicos –como el poder de la electricidad para revivir cuerpos inertes– y el temor que estos generaban en la gente.

MARIO MENDOZA
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