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Meter miedo o sembrar esperanza

El miedo estimula el odio y la desconfianza; la esperanza incentiva el optimismo y la solidaridad.

Entre estos polos emocionales suelen moverse los líderes de movimientos políticos y religiosos para movilizar las grandes masas de población y ganar sus favores.
Desde tiempos inmemoriales se ha amenazado a la gente con la ira de Dios y sus castigos terribles encaminados a corregir escépticos y encarrilar desobedientes. A veces los castigos provienen directamente del cielo, como en Sodoma y Gomorra, y otras proceden de los representantes del Altísimo, como sucedió a lo largo de los siglos en que operó el salvajismo sagrado de la inquisición. Eso para hablar de los miedos terrenales, porque además se inventó la eternidad del infierno, para el cual no hay apelación posible ni reducción de pena.
Jesús, por su parte, prefirió a lo largo de su predicación el lenguaje de la esperanza, la invocación del perdón, la invitación a la hermandad y la búsqueda del paraíso bajo la única consigna de amar a los demás. “Ama y haz lo que quieras”, dice San Agustín. Por ese camino resucita a Lázaro, defiende a la mujer adúltera, se deja lavar los pies de Magdalena, perdona la traición de Pedro y pide ser imitado por todos sus seguidores.
A juzgar por el éxito del cristianismo en Occidente, parecería que la esperanza le ganó al miedo en materia religiosa. Sin embargo, la religión nunca estuvo ajena a la política y desde los primeros siglos los gobernantes y los prelados tejieron su amalgama de estrategias pedagógicas para ganar adeptos y hacerse con el poder y la riqueza. De nuevo el miedo tuvo su lugar en el libreto. Quienes no se acogieron a las sectas cristianas comenzaron a ser exterminados, los judíos fueron perseguidos; los herejes, quemados en la hoguera; se inventaron los pecados veniales y mortales, se organizó el purgatorio y se expidieron las indulgencias como papel de cambio que enriqueció a unos aquí para comprar favores en el más allá.
El mundo moderno ha trasladado las mismas estrategias al terreno de la política, donde las grandes masas humanas se comportan de manera muy parecida a la religión. De repente cunde el pánico ante un líder apocalíptico que advierte sobre el riesgo de la invasión extranjera; el horror que proviene del consumo de alcohol, las drogas o la morcilla; el control de los bancos por un grupo étnico; el terrorismo islámico; o el castrochavismo inminente que amenaza a la nación.
Por fortuna, también se cuenta con el liderazgo de quienes siembran esperanza, a pesar de las duras realidades que siempre tienen que afrontar las personas y las naciones. Son los políticos que en una y otra parte del mundo invitan a la convivencia pacífica, al progreso económico, al respeto de las libertades y a la confianza en las instituciones.
Quienes abogan por la pedagogía del miedo siempre encontrarán manera de desvirtuar los esfuerzos colectivos poniendo la lupa sobre las dificultades, haciendo énfasis en el vaso medio vacío.
Tanto los fanáticos del miedo como los partidarios de la esperanza tienen su parte de razón. Claro que el riesgo de ser invadidos o atacados por potencias extranjeras existe. Por supuesto que hay terrorismo. Desde luego, la inseguridad ciudadana ronda por calles y caminos. Como es cierto también que todos podemos morir de un momento a otro, pero sería absurdo vivir toda la vida en función de esa posibilidad.
No sobra mencionar que el miedo suele estimular el odio y la desconfianza generalizada, así como la esperanza incentiva el optimismo, la tolerancia y la solidaridad. Lástima no tener espacio para mil ejemplos.
Los acuerdos de paz que se han ido concretando en La Habana me producen la inmensa alegría de comprobar que los colombianos no nos equivocamos al inclinarnos en estos últimos años por la esperanza, aunque siempre hayan estado tan activos los promotores del miedo.
Francisco Cajiao
fcajiao11@gmail.com
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