Cuando en la montaña soplaba el viento más fuerte, cuando eran menos las casas que adornaban sus faldas, cuandoEl Palo del Ahorcado comenzó a ser el símbolo de una comunidad de desplazados por la violencia, un grupo de profesores llegó a sembrar la paz.
Eso pasó hace más de 30 años. Leonidas Ospina, licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital, se sentó en un escritorio atestado de papeles y recordó la historia. Al comienzo, la idea era solo desarrollar un proyecto de liderazgo con estudiantes de último grado de la zona, pero el clamor de los habitantes, al ver que gente preparada llegaba a una zona olvidada, terminó en un colegio: el Instituto Cerros del Sur (Ices).
Todo era difícil en 1974. Por entonces, Evaristo Bernate, licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad San Buenaventura, soñaba con una escuela en la cual la comunidad fuera su pilar. ¡Qué mejor que la localidad de Ciudad Bolívar para erigir ese propósito! “Él conocía la zona, la labor de muchos sacerdotes –apunta Leonidas–; sabía que era posible una escuela con proyección comunitaria”.
Ya para 1984 la gente ansiaba tener un colegio para sus hijos. Entonces, sobre un terreno despoblado, donde solo corría el polvo llevado por las fuertes corrientes de aire, estos docentes montaron unas casetas prefabricadas. “Nos las fiaron –continúa–. De resto, le puedo decir que muchos colegios nos apoyaron con pupitres, libros y, lo mejor, trabajo voluntario. Evaristo fue el rector”.
La gente apoyaba tanto la escuela que pagaban pensión por la educación de sus hijos en un colegio que sufría hasta para tener agua. Para ellos eran costos simbólicos porque, por primera vez, alguien se preocupaba por empoderar a sus hijos, volverlos líderes de su destino. La institución llegó a tener 500 alumnos que estudiaban desde las 6:30 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Con las uñas fueron capaces de sostener una jornada completa. La pedagogía de Paulo Freire, “la educación como práctica de la libertad”, ha sido la guía en este proyecto, hoy a cargo de 15 profesores, todos voluntarios, en un barrio de 12.000 habitantes. “Siempre –advierte Leonidas– creímos que la fuente del conocimiento es la realidad, por eso hay que estar en permanente diálogo con la comunidad”.
![]() Así era el terreno cuando los líderes del proyecto llegaron al sector de Potosí en Ciudad Bolívar. Decenas de niños querían estudiar. |
La historia de un niño
Mientras la idea pedagógica crecía, Cristian Robayo forjaba su propia historia. Su familia, de Nimaima (Cundinamarca), llegó al sector de Potosí en Ciudad Bolívar. “A mi padre lo asesinaron en la zona y mi mamá se quedó sola, a cargo de sus cuatro hijos”.
En este sector, donde la guerra por la tierra ha cobrado muertos, su madre logró comprar un terreno y levantar su pequeño hogar. “Era un solo espacio donde funcionaba un cuarto, la cocina, la recreación, todo”, recuerda.
Por fortuna, Cristian se estrelló de frente con el Instituto Cerros de Sur. Con los profesores que hablaban de un cambio que él apenas entendía. “Con ellos pude estudiar y centrarme en lo deportivo. Ellos impulsaron todo eso”.
Se armaron de pica y pala para crear su campo de entrenamiento. “En esa época no había nada; la minería no había llegado a arrasar la montaña. Cien jóvenes y niños, de la mano de varios profesores, fuimos entrenados cada madrugada, antes de llegar a la escuela”. Lanzamiento, salto, marcha atlética, resistencia, velocidad, fueron algunas de las especialidades.
Los efectos de ese primer logro no se hicieron esperar. Pronto los deportistas compitieron en torneos distritales, nacionales e internacionales. “Fue un resultado concreto de lo que hizo en colegio por nosotros”, cuenta Cristian, ya no un niño, sino un hombre egresado de ese colegio, profesional en educación física de la Universidad Pedagógica, edil de la localidad y miembro activo de su colegio, ahora, como profesor.
Igual pasaba en otras áreas. Los jóvenes eran instruidos para entender lo que significaba la participación política.
“Ellos entienden que no es solo darle el voto a un político en tiempos electorales, sino en formarse como líderes para ayudar a resolver los problemas de su comunidad”, rememora Leonidas.
Los docentes trabajan todos los días para explicar, en una localidad donde el asesinato y la delincuencia marcan los índices más altos, que es posible resolver los conflictos con el diálogo. Es un sector donde confluyen personas expulsadas de sus tierras, con resentimientos, y no es fácil. “Es la radiografía del país en un barrio –explica Cristian–, el conflicto armado llevado a la ciudad. Por eso queremos que el Gobierno fije su mirada en estas iniciativas, porque en algún momento el proceso de paz tendrá que centrarse en lo urbano, con proyectos como este, que ya tienen raíz en los territorios”.
![]() Los primeros pupitres que tuvo el colegio fueron donados por otras instituciones de la zona y por gente que quería forjar su escuela. |
Hoy el colegio forma profesionales, gracias a un convenio con la Universidad Minuto de Dios. Los fines de semana, los estudiantes pueden estudiar Sociología, Trabajo Social, Administración de Empresas, Salud Ocupacional, Comunicación Social, entre otras carreras. Desde el 2009, se han graduado unos 400 profesionales y en las dos sedes hay unos 3.600 estudiantes. Todo, gestionado por el colegio. “Nuestro sueño es ser una universidad grande. ¿Se imagina una universidad en este barrio? Todo es posible, pero necesitamos ayuda”, dijo Leonidas.
No olvidan quiénes los han apoyado: Rudolf Hommes; Cecilia María Vélez, cuando fue ministra de Educación; la Universidad Minuto de Dios; la Cooperativa Confiar; la Fundación Club El Nogal; el padre Mario Peresson, rector del Salesiano. Todos han sido aliados incondicionales que creyeron en ellos.
Las dificultades
Desde que la Secretaría de Educación, en el gobierno de Gustavo Petro, les quitó el convenio, el colegio quedó solo con 80 estudiantes, de 1.500 que tenían, porque muy pocos tienen la posibilidad de pagar pensión. Llevan dos años luchando contra esta dificultad.
Héctor Gutiérrez, docente de Artística, quien maneja los recursos del colegio, ha tenido que sortear dificultades para administrar los pocos recursos e invertir el dinero ladrillo a ladrillo.
“Nos hemos dado la pela hasta con la topografía, porque subir hasta aquí no es fácil”. Lo dice con propiedad, porque hoy el colegio es un edificio azul celeste, de 35 aulas regulares, siete de ellas especializadas, y espacios para la danza, el teatro, las artes plásticas, el inglés y la tecnología, entre otros. “El propósito es que cada estudiante logre tener su proyecto de vida, por eso hemos creado subproyectos”.
Las luchas
Han sido tantas las batallas que ya perdieron la cuenta. Andrey Téllez, licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica, es testigo de lo que puede lograr un barrio unido. Se enamoró de la montaña hace seis años y decidió irse a vivir a Jerusalén. “Hemos llevado a la comunidad a que visibilice sus problemas sin violencia”.
Así, han conseguido servicios públicos y hasta justicia ambiental en temas como la minería ilegal. “Un día nos plantamos enfrente de la cantera con actividades deportivas y artísticas. Así nació la mesa ambiental: ‘No le saque la piedra a la montaña’. Desde el año pasado todas las canteras están suspendidas”.
No todas fueron victorias. La comunidad lloró la muerte de la líder Jineth Rivera, atropellada por una de las volquetas de la mina, y hasta los atentados contra El Árbol del Ahorcado, el lugar emblemático de la montaña, para secar sus raíces, pues este símbolo de su historia se encuentra en propiedad privada.
“En nuestra localidad –anota Andrey– hay minas, está el botadero Doña Juana y plantas de asfalto. La comunidad debe ser consciente y defender sus derechos con argumentos. La educación debe ser generadora de cambios sociales”.
Enemigos del proyecto han sido muchos, empezando por los políticos que no vieron con buenos ojos que se educara a la gente para votar a conciencia. “Nos tildaron de guerrilleros y en 1991 asesinaron a Evaristo Bernate. Fue un golpe muy duro porque nuestra filosofía es poder disentir sin quitar al otro del escenario”, recuerda Leonidas.
![]() El deporte es solo uno de los subproyectos que maneja el colegio. Hay arte, música, granjas urbanas, entre otros. |
Pero la lucha siguió. El reto de salvar a tantos jóvenes de la droga y de las bandas fue suficiente estímulo. Hoy ya cuentan con 10 exalumnos egresados de la Universidad de los Andes; de las escuelas de alto rendimiento; hay madres cabeza de familia que han terminado su bachillerato en las noches; tienen huertas orgánicas comunitarias para sacar a jóvenes de las drogas; proyectos pacíficos con los que les dicen no a las amenazas que les han llegado en forma de panfletos.
“Yo solo había trabajado en oficios varios y gracias al colegio terminé mi bachillerato de noche. Ahora soy secretaria. Me cambió la vida”. Es Sandra Ayala, una de las beneficiadas. Otros han conseguido becas para estudiar en Europa. Todo por gestión de los docentes.
Esta localidad quiere dejar de ser una estadística fría de 324 asesinatos de jóvenes y 200 más de homicidios de otro tipo al año. Solo este año 92 jóvenes han muerto en extrañas circunstancias. Para ellos, la limpieza social no es la forma de quitarles fichas a la delincuencia, en cambio sí, la educación. “Esa es la ciudad para la paz que no vemos en el Plan de Desarrollo”, resalta Téllez.
Solo en Ciudad Bolívar hay registradas 1.300 personas en situación de reinserción de diferentes grupos. “Con ellos también hay que hablar de paz con hechos reales, con educación, con salud”, dice Leonidas.
Esta localidad ha recibido buena parte de la generación de desplazados de los años 60, 80 y 90. Allí confluyen culturas y regiones. Unirlos para la paz y no para la guerra, arrancar a los jóvenes de las pandillas, del tráfico de droga ha sido el legado de un grupo de profesores que hoy solo pide poner su experiencia al servicio de la paz.
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO
* Dé su opinión a carmal@eltiempo.com ó sigame en @CarolMalaver