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Las mariposas del estómago

La humanidad hizo infinitos esfuerzos vanos y justos por desentrañar la esencia del amor.

El amor, esa enfermedad parecida a la locura que ataca a los humanos desde Paris y Helena y don Quijote y Dulcinea, es un misterio. La humanidad hizo infinitos esfuerzos vanos y justos por desentrañar su esencia. Y su origen. Porque sus consecuencias, bodas, niños y divorcios, los conocemos de sobra.
Para Platón era la expresión de una carencia. Habiendo sido andróginos al principio, después de una mítica partenogénesis fuimos condenados a la búsqueda de la otra mitad. Y por eso se habla de la media naranja. Susurra el semiólogo freudiano. Que hila fino.
Hubo tiempos cuando filósofos como Schopenhauer pensaron en el amor inconsciente, fruto de una fuerza invencible, la voluntad, que empujaba a capricho a unos prójimos sobre los otros en una cópula universal y confusa.
Donde entran el padre eterno y el mismo patas si uno quiere. Y Cupido y la Justicia que son dioses ciegos. Pero quizás tenemos siempre la pareja que merecemos. Dicen otros. O tal vez Sartre tenía la razón y el infierno son los demás, incluida esa persona que una vez confundimos con el edén. Porque el amor también se acaba como los calzones.
Un tiempo se pensó que el amor era una cosa menos espinosa y más lírica que el sentimiento de la mutilación platónica o una jugada de una fuerza rara. En un mundo menos esencial, más mecánico y mejor engranado, a los poetas comenzó a dolerles el corazón y llamaron mi corazón a su amada. El corazón gozaba de un gran prestigio. Y los novios se enviaban corazones pintados traspasados por una flecha. Y los pintores pintaban al pequeño dios travieso del arco apuntando a esa víscera. Pero para Shakespeare los seres humanos amamos con la esponja del hígado. Mucho más prosaico.
Que el amor es química, atracción electromagnética, impensada complicidad en vicios semejantes, sangres encontradas, nudos síquicos relacionados con la madre, afinidades astrales. El amor mantiene su arcano intacto.
Egoísmo y crueldad. Entrega y reconocimiento de la perfección en otro aunque tenga la nariz desorientada. Joroba. O una pierna desobediente.
La modernidad rebajó muchas cosas nobles a simples funciones biológicas y tratando de humanizar el amor encontró un embrollo que algunos llevan semanalmente al sicoanalista, que les sigue el juego. Unos llevan un ángel banal al examen. Otros, un intrincado demonio lleno de caprichos. La tarifa no cambia.
Estos días por esas cosas que a veces caen por internet llegó a mi correo la última teoría del amor: las que se enamoran son las bacterias. Que además nos imprimen el carácter y nos ayudan a reconocer a los primos. Aunque uno haya ido a un colegio de jesuitas acabará siendo un Voltaire como le pasó a Voltaire, según el dictado de sus microorganismos. El signo zodiacal ya no importa. Ni los complejos del sicólogo. Son las bacterias las que nos informan desde adentro lo que debemos ser. Ahora resulta que el alma es una bacteria. Y el átomo nous de los eleusinos tiene patitas.
Las bacterias intestinales estarían en íntimo contacto con el cerebro orgulloso de su arquitectura laberíntica. Pero ya no es este el órgano del amor como suponían los neurólogos. Es en primer lugar la masa bacteriana la que elige pareja. Un tiempo se habló de las feromonas como fundamento de la atracción sexual. Pero estas son los efluvios de algo más ramplón: los intestinos. El cerebro solo racionaliza lo que quiere el hervidero del sistema digestivo. Y el lenguaje acierta a medias cuando dice que el enamorado siente mariposas en el estómago. Son las bacterias que se agitan. Nietzsche afirmó que a veces el mal de amor se cura con unas gafas. Según la nueva teoría, se puede mitigar con un buen laxante. O con un antibiótico de amplio espectro.
Coda. ¿Y será que a los señores del Capitolio no les da pena? Qué clase de microbiota tendrán...
Eduardo Escobar
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