No se necesita ser un teórico de la comunicación como McLuhan para darse cuenta de que por medio de mi opinión escrita y gráfica he sido y seré siempre un alfil de la paz. Tampoco hay que ser un avezado politólogo como Norberto Bobbio para deducir que, con todas las imperfecciones que pueda tener el acuerdo que están negociando el gobierno de Juan Manuel Santos y los jefes de las Farc, es preferible ese tratado a la continuidad de una violencia estéril que no ha conducido a nada.
El único saldo de este medio siglo de guerra civil, conflicto interno, confrontación armada o como lo quieran llamar, solo se puede medir en millares de jóvenes soldados y oficiales muertos y mutilados en combate; de docenas de viudas y niños huérfanos; de miles de ciudadanos secuestrados; de centenares de insurgentes caídos en los campos de batalla; de decenas de pueblos arrasados; de incalculables recursos naturales destruidos o contaminados; de miles de muchachos inocentes torturados y ejecutados por las fuerzas de seguridad y presentados como terroristas; de incontables funcionarios del Estado y de ciudadanos arrastrados por el poder corruptor de la droga; de millones de campesinos despojados de sus tierras y convertidos en desplazados en su propio país y de billones de pesos malgastados, que habrían podido invertirse en hospitales, colegios o carreteras...
En este sueño pacifista he coincidido y discrepado con gente de todas las tendencias políticas: desde los que, al igual que yo, creían y creen en el diálogo como única forma de resolver las diferencias sociales hasta los veleidosos de la vieja izquierda que consideraban indispensable la lucha armada; pasando por los más recalcitrantes militaristas, defensores de la guerra y para los cuales Turbay Ayala y Uribe Vélez son unos próceres de la Colombia contemporánea.
Hasta no hace mucho, uno de esos antagonistas era Juan Manuel Santos; nos encontrábamos en orillas opuestas: mientras él bombardeaba campamentos guerrilleros yo dibujaba palomas heridas; cuando él daba partes de victoria militar yo lamentaba los derramamientos de sangre; él menospreciaba a Mockus, yo lo defendía. Sin embargo, a mediados del 2012 supimos que Santos estaba dando un giro inesperado y que había resuelto buscar la paz por medio del diálogo; todo un cambio de paradigma en ese tipo recio que, como ministro de Defensa y en los inicios de su propio mandato, les había asestado a las Farc los golpes más duros en su historia.
A partir de ese momento pensé que si Santos le pedaleaba a la paz, todos deberíamos ser sus gregarios en ese propósito y así lo asumí desde mi propia trinchera editorial. No obstante, ese respaldo abierto y sincero al proceso no es un cheque en blanco ni ha implicado renunciar a mi posición crítica frente a su gobierno.
De hecho, en lo que a la administración se refiere, el mío –como el de millones más de colombianos– ha sido un respaldo de lejitos, sin contraprestación alguna ni contratos de por medio; sin ningún interés distinto de ver un país menos violento. Y la verdad es que no han sido cuatro años fáciles porque, como el mismo Presidente tanto lo ha repetido, es más conveniente y popular hacer y defender la guerra; a lo cual yo agregaría que da más réditos insultar a las Farc y pedir la hoguera para ‘Timochenko’ y sus muchachos que pensar en darles algún espacio político.
Por todo esto, ya ad portas de concretar la paz, me siento autorizado para pedirle a Juan Manuel Santos que mida mejor sus palabras cuando quiera defender el proceso. Las amenazas de hecatombe y el discurso del miedo déjeselos al senador Uribe y a sus escuderos del Centro Democrático, que bastante duchos son en esas materias. Usted es el Presidente de la República y tiene que ser superior a eso.
@Vladdo
Entre la paz y la hecatombe
Santos: mida mejor sus palabras. Las amenazas y el discurso del miedo déjeselos a otros.
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