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¿Cómo es vivir en la ciudad más al norte del mundo?

Claudia Ibarra, una colombiana que vive en Longyearbyen (Noruega), cuenta cómo es esta pequeña urbe.

Todas las noches de mayo en Longyearbyen son blancas. Es 19 de mayo de 2016 y el reloj marca las 7:16 de la noche. En el horizonte se ven montañas cubiertas de nieve y un sol que no se oculta. Y no lo hará. En esta parte del mundo no hay un solo minuto de oscuridad desde la última semana de abril hasta finales de agosto. Los pobladores de la ciudad más al norte del planeta tuvieron que adaptarse al sol de medianoche.
Vea, en 360 grados, uno de los paisajes de Longyearbyen
“Dormimos con tapaojos e instalamos cortinas oscuras en casa”. Quien habla es Claudia Ibarra, una colombiana que vive en Longyearbyen hace tres años. Pone la cámara de su computador frente a una de las ventanas de su casa para enseñar una parte de la ciudad. Ella, de 45 años, vive junto a su veinteañero hijo –también colombiano– y su esposo, de nacionalidad noruega.
Longyearbyen pertenece al archipiélago de Svalbard, localizado entre Noruega y el Polo Norte. Con una población cercana a los 2.100 habitantes, es la principal ciudad de esta región. Si se busca a Svalbard en un mapa, el conjunto de islas queda más cerca del Ártico que del país nórdico. Sin embargo, Noruega ejerce soberanía allí a partir de 1920 gracias a un tratado internacional.
Aunque hay otros poblados más cercanos al Ártico, Longyearbyen ostenta el título de la ciudad más al norte del mundo. La comunidad de Alert, en Canadá, es la menos apartada. Queda a 817 kilómetros del Polo Norte, pero no se le considera como pueblo o ciudad. Allí funciona una base militar canadiense y una estación meteorológica.
Incluso, en Svalbard hay dos asentamientos más hacia el norte: Ny-Ålesund, en donde se adelantan investigaciones científicas relacionadas con el medioambiente y el cambio climático, y Pyramiden, un antiguo pueblo soviético dedicado a la minería –hoy en total abandono–.
El amor llevó a Ibarra hacia Noruega en el 2010. Tres años atrás, en el 2007, conoció en internet a Viggo Antonsen, su actual esposo. Duraron cuatro meses intercambiando correos electrónicos hasta que él decidió viajar a Villavicencio, donde ella laboraba y residía. Dos años después, en el 2009, se casaron y Antonsen le propuso vivir fuera de Colombia. “Primero estuvimos en el norte del país, en el inicio del verano de 2010. Habíamos comprado una casa”, rememora.
Lo primero que la asombró fue la distancia entre su casa y las demás. “Parecían finquitas. Cada una quedaba lejos de la otra”. Los fiordos, esas estrechas salidas al océano Ártico que se forman entre las montañas, la maravillaron. “Aquí, en mi casa de Longyearbyen, hay un fiordo cerca, atrás de los montes blancos que viste en la pantalla. Es como una bahía”. En el 2013 cambió su residencia a la ciudad más al norte del mundo.
Tres meses de luz y tres de oscuridad
El terreno donde el industrial estadounidense John Munro Longyear levantó la ciudad, hace más de 100 años, es de permafrost. Es decir, el suelo donde se erige Longyearbyen tiene una capa permanentemente congelada. Los cambios de temperatura, en especial en verano, hacen que se expanda o se contraiga, lo que provoca leves temblores cada cierto tiempo. Ibarra ya se acostumbró a ello. “Una amiga argentina, que vivió por una temporada aquí, sentía miedo cada vez que su casa se movía por los temblores. Se nos volvieron casi imperceptibles para los que llevamos más tiempo”, relata. ( Lea: Los inusuales dos grados de temperatura en el Ártico)
Por esa razón en Longyearbyen las casas y los edificios no se construyen sobre cimientos de concreto, pues el movimiento del permafrost los puede romper. En reemplazo a este material se utiliza madera traída de fuera de Svalbard, ya que en el archipiélago no crecen árboles. La estructura, las paredes, los techos y las demás partes de las viviendas también son de madera.
Pero no solo los temblores provocan el movimiento de las casas. Los fuertes vientos de la temporada alta del invierno hacen tambalear a las viviendas. La temperatura más baja en Longyearbyen en los últimos 13 meses fue de 19 grados bajo cero según el Instituto Meteorológico de Noruega (NRK). Pero los vientos provenientes del Ártico, que llegan a 83 kilómetros por hora, elevan la sensación térmica a 30 grados bajo cero.
“Tengo que salir de casa con gorro y chaqueta en diciembre y enero –los meses donde se presentan las más bajas temperaturas–. La escarcha se te pega a las pestañas, como en las caricaturas. Hace tanto frío que la saliva se podría congelar”, comenta Ibarra mientras muestra fotos suyas en una carretera de la localidad. Lleva puestas unas gafas que la protegen de la nieve.
Archivo particular
Pese a ser vecino del Polo Norte, en Longyearbyen hay verano. O así le dicen a la temporada del año en donde la temperatura no está por debajo de 2 grados bajo cero. Por lo general ocurre entre mayo y la tercera semana de agosto. Según el NRK, la más alta temperatura que se ha registrado en los últimos 13 meses fue de 17,9 grados, tan solo 3 o 5 grados por encima del clima promedio en Bogotá (que está entre 12 y 15 grados, según el Ideam).
Tanto el invierno como el verano vienen acompañados de días enteramente oscuros o claros. Ibarra pone en frente de la pantalla de su computador una hoja con un gráfico que le sirve para explicar tal fenómeno. “Desde el inicio del solsticio de verano –la tercera semana de junio– se suman 20 minutos más de oscuridad a cada día. Es decir, al 24 de junio se le restan 20 minutos de luz solar; al 25 de junio, 40 minutos; al 26, una hora... Así hasta el 13 de noviembre”, señala.
Pero ¿por qué el 13 de noviembre? A partir de esa fecha comienzan las noches polares, días totalmente oscuros y donde los rayos del sol no se cuelan en el cielo. Duran hasta finales de enero.
En febrero, en cambio, se comienzan a sumar a los días 20 minutos más de luz. Esta simple operación matemática se hace hasta la tercera semana de abril, “cuando tenemos sol de medianoche. 24 horas con luz solar. Es por eso que son las 7:46 y el día aún está claro”. Ibarra, la colombiana, ya conoce el funcionamiento del universo que encierra Longyearbyen.
Los únicos colombianos
El consejo comunitario de Longyearbyen –la máxima autoridad– asegura que entre los cerca de 2.100 habitantes existen 40 nacionalidades, incluyendo la noruega. Por sus calles se ven pasar rusos, suecos, tailandeses (los extranjeros con mayor presencia) y filipinos.
“Debemos ser 20 latinos en total. Hay una familia chilena de siete personas, una pareja uruguaya-chilena, varias brasileñas, una venezolana que trabaja en la universidad, mi hijo y yo”, dice Ibarra, quien desde que trasladó su vida a este frío rincón del planeta cambió su apellido por el de su esposo. Ahora es Claudia Antonsen.
La cantidad de residentes extranjeros en el archipiélago ha aumentado en los últimos ocho años. De acuerdo con la Oficina de Estadísticas de Noruega, el porcentaje de ciudadanos no noruegos viviendo en Svalbard pasó de 18 a 25 entre el 2008 y lo que va del 2016. “El tratado de 1920 determinó que Svalbard es territorio extranjero, aunque Noruega ejerza soberanía. Por eso aquí nadie puede nacer, pues el bebé no tendría una nacionalidad definida”.
Archivo particular
Antonsen y su hijo son los únicos colombianos en Svalbard. La mujer es cajera en el único supermercado de la ciudad y su pareja es conductor de una de las dos compañías de transporte de Longyearbyen. Así se ganan la vida. “Para quedarse a vivir aquí no se necesita de visado especial. Solo piden que sepas inglés, cuentes con un trabajo y tengas una casa”. De hecho, en la documentación que explica las exigencias para residir en la zona reza: “Cualquier persona que resida en Svalbard debe tener suficientes recursos económicos para financiar su permanencia”.
En un inicio, la economía de esta región estaba basada en la minería. Empresas estadounidenses, soviéticas y noruegas tenían sedes, convirtiendo a Longyearbyen en centro de sus operaciones en el extremo del hemisferio norte. Pero esta industria empezó a reducirse en la década del setenta del siglo pasado. Hoy solo quedan algunas minas y rezagos de la infraestructura.
En el presente, la mayor parte de ingresos que entran a la ciudad provienen del turismo. Quienes la visitan van porque quieren conocer el paisaje nórdico o porque son científicos interesados en aprender sobre el Ártico. La Universidad Central de Svalbard (conocida como Unis) tiene allí sus instalaciones e imparte cursos de biología, geología y geofísica ártica.
“En el verano llegan muchos cruceros. Con 200 o 300 personas. Incluso algunos arriban con más de 1.000. En esa época esto se vuelve una locura. Vendemos muchísimo en el supermercado”, relata con emoción Antonsen, pues trabajar como cajera le ha servido para conocer la cultura escandinava y mejorar su noruego, un idioma que aún no domina por completo.
Longyearbyen cuenta con hoteles de distintas categorías. Hasta la cadena estadounidense Radisson tiene uno. Si se hace una búsqueda a través de aplicaciones digitales para encontrar hospedaje, aparecen los perfiles de varios residentes ofreciendo alguna de las habitaciones de sus casas. Por ejemplo, un hombre identificado como David publicó en Airbnb que renta un dormitorio con calefacción e internet inalámbrico por 258.000 pesos la noche.
“Hay turistas que solo vienen a conocer el ‘granero de la Tierra’. Yo entré una vez, pero no me permitieron tomar fotos”. Ella hace referencia a la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, el mayor banco de granos del mundo. Funciona desde el 2008 y en este se guardan más de 860.000 especies de semillas procedentes de los seis continentes. La idea, impulsada por el gobierno de Noruega, es asegurarse de que en el futuro haya alimentos y evitar terribles hambrunas. Un arca de Noé moderna en medio de un desierto ártico.
Nadie muere aquí
A Longyearbyen se llega por vía marítima o aérea. El aeropuerto de la ciudad recibe un vuelo a diario. En el verano, si las condiciones climáticas lo permiten, la frecuencia aumenta a tres. Todo lo que ingresa a esta región lo hace o por barco o por avión: las personas, la comida, la ropa, los electrodomésticos, la madera, los esquís, los carros, las motos de nieve…
“Aquí la carne de reno y de foca se consiguen fácil y a precios bajos, pero los alimentos que traen de otras partes, como la carne de res, las frutas y las verduras, son costosos”, cuenta Antonsen. En contraste, el alcohol y el tabaco son económicos. Están libres de impuestos. “Sale más barato tomarse un trago de tequila que un litro de leche”.
Es por eso que los habitantes de Longyearbyen no tienen la necesidad de buscar leña o comida fuera de la ciudad. Sin embargo, un habitual plan es recorrer las zonas aledañas para ver los fiordos, la fauna del Ártico o las auroras boreales. Solo hay una recomendación: tener cuidado con los osos polares.
“Por seguridad, debes andar con un arma si te alejas de aquí. Aunque esa medida es contradictoria, porque te multan si llegas a matar a un oso polar”. En la entrada del único supermercado de Longyearbyen hay un letrero que dice “Prohibido ingresar con armas” junto a un armario donde los clientes las guardan mientras hacen las compras.
En caso de que un residente sea atacado de gravedad por un oso o sufra de una enfermedad terminal, este solo recibirá la atención primaria. La ciudad tiene un centro médico equipado con lo necesario para responder a emergencias, pero no para practicar cirugías o seguir tratamientos. Por tal motivo, los enfermos son remitidos a hospitales de Noruega continental.
La muerte tampoco se atiende en Longyearbyen. En el suelo está prohibido enterrar cuerpos. “El permafrost conserva los cadáveres y los virus que estos tengan”. Cuenta la historia local que varias personas murieron a inicios del siglo XX a causa de la influenza y fueron sepultadas en el archipiélago. Al cabo de los años, científicos hallaron algunos de esos cuerpos y encontraron restos de la enfermedad. “El que se muere es llevado al lugar de nacimiento”.
Claudia Ibarra (o Antonsen) dice que permanecerá en Longyearbyen el resto de su vida. Seguirá trabajando en el supermercado, tratando de perfeccionar su noruego y recorriendo Svalbard junto a Viggo. Extraña a Colombia, en especial a su familia, pero su presente y futuro se encuentran en la urbe más al norte del mundo.
“En mi caso, cuando muera me enterrarán en Noruega, porque ya soy residente del país”, apunta.
JOSÉ DARÍO PUENTES RAMOS
ELTIEMPO.COM
jospue@eltiempo.com
En Twitter: @josedapuentes
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