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Reflexiones sobre el miedo a la paz

Daniel Pécaut habló con EL TIEMPO de lo que pasa con los procesos de paz.

¿A qué atribuye el evidente escepticismo de una parte muy importante de los colombianos con el proceso de paz que se ha venido adelantando con las Farc en los últimos años?
La primera razón es la rabia de la inmensa mayoría de la población colombiana con las Farc, porque esta no ha reconocido su responsabilidad en muchos de los hechos más atroces que han sucedido en este país. Esta actitud conlleva un mayor resentimiento hacia las Farc que hacia los paramilitares, no importa la cantidad de sus crímenes, porque al menos algunos de estos últimos confesaron.
En segundo lugar, el conflicto ya no afecta mucho a la población urbana; las grandes ciudades no perciben el conflicto armado, ya que este se desarrolla y tiene lugar en periferias y zonas lejanas.
En tercer lugar, la población urbana observa que la tasa de homicidios está bajando sin que haya necesidad de acuerdos definitivos con las Farc. Entonces es más barato seguir así sin procesos de paz, sin tener que pagar el costo de reformas, de transformaciones y de programas de desarrollo rural.
La cuarta razón, y la más importante, es que gracias al conflicto armado Colombia lleva años sin tener que enfrentar fuertes protestas ni reivindicaciones sociales. En la década de los 80 y 90 hubo marchas campesinas y protestas en contra de las fumigaciones, pero no tuvieron un impacto económico significativo. El conflicto armado ha contribuido más bien a que se mantengan las estructuras sociales y políticas del país. Incluso, ha contribuido a aumentar la concentración de la propiedad agraria y ha agudizado la desigualdad de la distribución de los ingresos.
Las élites han logrado mantener su hegemonía desde los años cincuenta, primero, como consecuencia de la violencia; segundo, como producto del conflicto armado. Los actores armados no han dejado un espacio para las movilizaciones autónomas. Las guerrillas se han esforzado por instrumentalizar las protestas, no han respetado sus propias formas de actuar y han eliminado muchos líderes sociales. Desde luego, los paramilitares y sus aliados terminaron esta tarea, masacrando a los que sospechaban de izquierdismo. Este es un país donde toda una generación de líderes sociales ha sido eliminada.
¿Usted cree que los colombianos temen que las Farc se conviertan en un factor de poder y eso hace parte del miedo que inspiran?
El fantasma está bastante presente en muchos sectores que se atreven a hablar del peligro del castro-chavismo. Me parece que no hay fundamento para alimentar este fantasma.
Primero, las Farc tendrán que entregar sus armas bajo control internacional. Aunque puede ser que escondan una parte de ellas, ya no tendrán la misma capacidad de coacción sobre la población.
En segundo lugar, no es nada obvio que, incluso en regiones de antigua presencia de las Farc, la población las vaya a apoyar. Puede ser que en zonas de economía ilegal sigan sacando provecho de la protección que ellas ofrecen. No obstante, son muchos los casos en los cuales la población está cansada de la guerrilla. En las recientes elecciones, municipios con alta presencia de las Farc, como San Vicente del Caguán o Vista Hermosa, votaron a favor del Centro Democrático. El debilitamiento de las Farc ha sido político más que militar.
No es imposible, por otra parte, que ciertos grupos campesinos se sientan defraudados por los pocos cambios pactados en La Habana y prefieran adherirse a nuevas organizaciones de protesta que no mantengan lazos fuertes con los excombatientes.
Queda el hecho que no se puede esperar que de un día para otro las Farc, aun “desmovilizadas”, no mantengan su poder en las periferias del país donde manejan el narcotráfico al lado de varias mafias u otras guerrillas. Ahora bien, no basta mantener el control sobre periferias aisladas para convertirse en un “factor de poder”. La posibilidad es más bien que se transformen en nuevas bandas delincuenciales.
De todas maneras, no será tarea fácil que los ‘ex’ de las Farc logren construir una fuerza política poderosa. Por el momento prevalece ante todo el rechazo de la opinión hacia su participación en la vida política. Más preocupante es el comportamiento de los que se oponen a la restitución de tierras y no vacilan en matar dirigentes agrarios.
En los medios de comunicación se observa un gran resentimiento de familiares de personas secuestradas y desaparecidas y demás víctimas del conflicto armado. ¿Tiene usted la misma percepción de los quejosos?
Entiendo perfectamente que las víctimas que han padecido atrocidades como el secuestro o las desapariciones forzadas, entre otros delitos, no quieran aceptar ningún acuerdo y se indignen cuando los dirigentes de las Farc repiten que no van a aceptar ningún día de cárcel.
Sin embargo, para salir de una guerra sucia tan atroz, con participación directa de tantos actores, incluso de miembros de la Fuerza Pública, y a veces con el visto bueno de sectores civiles o políticos, no es posible que se impongan los criterios de la justicia penal ordinaria. Las víctimas de los paramilitares ya tuvieron que aceptar que los autores de un sinnúmero de crímenes fuesen condenados, a menudo, a penas que no tienen relación con lo que hicieron. Claro, la diferencia es que les tocó pagar cárcel y a veces la extradición. Además, la Corte Constitucional no les reconoció la calidad de actores políticos.
El problema consiste en instaurar un sistema de justicia que impida la impunidad, pero que deje al mismo tiempo la posibilidad de una salida política. Me parece que los mecanismos de justicia transicional, tal como fueron pactados en La Habana, son los más adecuados al respecto. Lo dice un experto como Rodrigo Uprimny: de acuerdo con los criterios del Tratado de Roma, lo acordado en La Habana puede servir como modelo si se aplica con rigor. No faltan los ejemplos de países que fueron escenario de guerras internas en los que los máximos responsables no tuvieron que rendir cuentas.
Ningún sistema judicial puede por sí solo reparar los daños padecidos. De ahí la importancia de mecanismos complementarios como la oficialización de los trabajos de memoria, la construcción de formas nuevas de convivencia desde las propias comunidades que estuvieron a menudo fracturadas por los efectos de los enfrentamientos, sin olvidar una futura comisión de verdad.
Lo repito, me parece exagerado hablar de impunidad: los responsables de la guerrilla tendrán que pagar penas un poco más que simbólicas y reconocer los delitos y crímenes, sin lo cual corren el riesgo de condenas muy fuertes. No sabemos muy bien cómo se va a manejar la noción de “delitos conexos”, sobre todo cuando se trata de los secuestros. Una de las vergüenzas de las cuales tienen que responder las Farc es la banalización del secuestro, una vergüenza de la cual la izquierda política no sale inmune ya que no se atrevió durante años a denunciar esta práctica.
Toca esperar que la justicia por la paz permita conocer mucho más de lo que se conoce hasta ahora sobre los crímenes de las guerrillas. Hasta el momento, existe un conocimiento mayor de los crímenes de los paramilitares y de sus cómplices que de los crímenes de las guerrillas. Si bien los primeros han sido más numerosos, los segundos han sido un rasgo permanente del conflicto.
Es importante subrayar también que la justicia transicional no solo beneficiará a la guerrilla, sino también a muchos otros sectores que, directa o indirectamente, estuvieron metidos en el conflicto. Esto también constituye una contribución a la pacificación.
¿Piensa que el Gobierno y sus estrategas se equivocaron al no buscar dar comienzo a las negociaciones de paz con las Farc y el Eln al mismo tiempo, así fuera en distintos países?
El Gobierno sabía de antemano que posibles negociaciones con el Eln iban a ser muy difíciles. En estos días, después del secuestro de Salud Hernández, podemos comprobar que las dificultades son todavía mayores de lo previsto. Intentar negociar con las dos guerrillas simultáneamente, dadas las frecuentes peleas que ha habido entre ellas, hubiera podido significar una permanente competencia entre las dos para aumentar las apuestas.
También se asegura que el Eln en varias partes del país se está fortaleciendo y está haciendo presencia en las zonas de economía ilegal al lado de las Farc y de las mafias. Entonces existe el riesgo de que una vez se desmovilicen las Farc, unos combatientes de esa organización armada vayan a unirse, sea con el Eln o sea con las bandas criminales, como ocurre ya en las zonas de Nariño y Catatumbo.
¿Qué tanto puede entorpecer la consolidación de una paz el hecho de que el expresidente Álvaro Uribe no apoye los acuerdos de paz?
Este es el desafío mayor. ¿Qué puede significar un acuerdo si no hay un acuerdo mínimo dentro de la clase política para reconocer la importancia de tal acuerdo y participar conjuntamente en la implementación de programas de reconstrucción? Se sabe que las divisiones de la clase política han tenido mucha responsabilidad en los fracasos de la implementación de la paz en El Salvador o en Guatemala.
Sorprende la actitud del expresidente Álvaro Uribe frente a las negociaciones de paz, ya que durante su segundo mandato intentó establecer contactos con la guerrilla. Sabía muy bien que, aunque su política había debilitado desde el punto de vista militar y político a las Farc, el solo uso de la fuerza no podía acabar completamente con el problema.
El proceso actual de polarización política sorprende más todavía porque no se ven diferencias programáticas significativas en el campo económico entre el Centro Democrático y los santistas. Ni los unos ni los otros van a hacer un revolcón económico.
Otra materia de extrañeza es que nunca ha habido un apoyo internacional tan fuerte y diverso de países como Estados Unidos, Cuba y la Unión Europea. Rechazar de manera tan contundente el proceso de paz es correr el riesgo de un aislamiento de Colombia en el campo internacional, ante todo de distanciamiento del gran aliado del presidente Álvaro Uribe en el pasado, Estados Unidos.
Sería como regresar a la visión de Colombia como “el Tíbet de América del Sur”. Sin contar con que la prolongación del conflicto no afectaría solo los lazos con los países amigos, sino también el flujo de las inversiones extranjeras.
¿Cree que con la desaparición de las Farc como guerrilla se acaba la producción y comercialización de la cocaína en Colombia?
El drama es que se nota que la producción ha vuelto a crecer en los últimos dos años. Se ha comprobado tanto el aumento de la superficie de cultivos como el incremento de la productividad. Las consecuencias en relación con la paz saltan a la vista: los cultivos, los laboratorios, las rutas de salida están en zonas controladas por las Farc y muchas veces también del Eln y, ante todo, de una variedad de grupos mafiosos. Puede ser además que la minería ilegal, también en manos de estos grupos, represente ingresos iguales o superiores a los de la cocaína. Pero el problema del control por grupos armados sigue siendo el mismo.
En la medida en que han ido desapareciendo las grandes organizaciones antes llamadas paramilitares, se van multiplicado pequeños grupos delincuenciales que ya no tienen ideología antisubversiva, pero que afectan la vida cotidiana en muchos sectores. Lo uno y lo otro implica que realmente el posconflicto no va a significar que se acabe la violencia de un momento a otro.
Queda el hecho mencionado al principio. La proximidad de un acuerdo en La Habana ya implicó una disminución muy marcada en el número de homicidios, sin hablar de la de los secuestros. Es cierto que en las ciudades se mantienen o crecen las prácticas de extorsión. La apuesta es que la firma del acuerdo dará la oportunidad de implantar estrategias para hacer, de manera paulatina, frente a la violencia periférica y a la delincuencia urbana.
HERNANDO CORRAL
Especial para EL TIEMPO
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