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Así se ve Roma en un día

Un intenso y breve recorrido por una de las ciudades más famosas y visitadas del mundo.

Sonia Perilla Santamaría
Por alguna razón, los romanos que conocen a Rayko no logran, de entrada, entender su nombre, de origen búlgaro. Quizá sea porque pronunciarlo no pega con el acento musical de los italianos. “Entonces ellos me dicen: ‘Ya, déjalo así: te llamas Ricardo’ –dice él– y se quitan el problema de memorizarlo”.
Rayko, de 34 años y quien se instaló en Roma hace dos décadas, se ríe con la anécdota y reconoce que para sus amigos en esta ciudad él se llama Ricardo e incluso Raimundo, porque son dos nombres que tienen más sentido para los romanos. Y los justifica, muy divertido, con un “así son ellos”.
Los puentes sobre el río Tíber y la Isla Tiberina.
A medida que avanzamos hacia la capital italiana desde el Aeropuerto de Fiumicino, Rayko habla de la Ciudad Eterna como la gran casa que lo acogió y lo trata como si fuera de la familia. Me lo dice porque sabe que tengo poco tiempo para intentar conocerla a ratos, y aun así me aconseja dejar la ansiedad y recorrer lo que pueda sin afán, antojarme bastante y hacer de todo para regresar a Roma una vez y otra vez.
No es para menos. Esta, que es una de las ciudades más famosas del mundo, acumula 2.769 años de construcción, de ascenso, de incendios, de caídas, de actos barbáricos y heroicos, de conquistas y derrotas, de mitos, de historia… Y de todo ello, o de la mayoría, hay ruinas, vestigios, leyendas y una arquitectura deslumbrante.
A eso hay que sumar lo contemporáneo. Sus ciudadanos se enorgullecen de saber disfrutar la vida y su culta, vibrante, divertida, preciosa y abierta ciudad con ese estilo tan suyo. No es exagerado decir que por momentos los andenes, los callejones de Roma podrían pasar perfectamente por pasarelas de moda.
Las calles de la zona antigua de la ciudad.
 
Es inevitable pensarlo mientras avanzamos con Rayko hacia el recién inaugurado hotel NH Collection Palazzo Cinquecento. Desde la entrada de este edificio, que fue, durante el siglo pasado, la sede de las oficinas de ferrocarriles y el servicio postal de la ciudad, se divisan la estación de trenes Termini (la más importante de Italia) y las ruinas de las Termas del emperador Diocleciano. Y estas, cómo no, son mi primer sitio de visita al día siguiente.
Estos baños termales, que datan del siglo tercero después de Cristo (y funcionaron hasta que los godos les quitaron el agua en el 537), fueron los más destacados de la Antigua Roma. Esta inmensa estructura, que albergaba al mismo tiempo a 3.000 bañistas, es un ejemplo de la grandiosidad con la que el imperio construía y proyectaba todo.
Diocleciano fue el gran promotor de estas obras, pero luego fue acusado de levantarlas a costa del sufrimiento y la muerte de miles de cristianos esclavizados. Para que tamaña ignominia no fuera olvidada, el papa Pío IV le encargó a Miguel Ángel, en 1561, construir una iglesia, la Santa María de los Ángeles y los Mártires, que honra la memoria de las víctimas, en el mismo sitio de las termas.
Recorrer ambas edificaciones, repletas de vestigios y curiosidades, puede tomar una mañana entera, pero vale mucho la pena. Pero como el tiempo es corto y Roma, que es como un museo a cielo abierto, que hoy está luminosa y soleada, no da espera, hay que ponerse en marcha.
Por fortuna, para turistas como yo –un caso perdido de cretinismo topográfico–, que se enredan leyendo un mapa, abundan los tures guiados. En Termini, por ejemplo, los ofrecen en bus, en bicicleta, a pie, en carro y hasta en las clásicas motos Vespa, que son una de las más reconocibles estampas de la vida romana.
Y doy con una opción irresistible: un recorrido de hora y media a bordo de una flotilla de carros Fiat 500 clásicos, estilo vintage. Comparto un primoroso amarillo limón con Andrea del Río, periodista argentina que está tan emocionada como yo con la experiencia. La conductora, Elisabetta, dice que heredó este vehículo de su papá hace 20 años, y se nota: es mecánico, ruidoso, incómodo (sobre todo para los pasajeros que deben ir en el asiento de atrás) y con puertas que solo se ajustan con un tremendo golpe seco. Pero hasta eso le pone encanto.
La Basílica de Santa María de Aracoeli, en la Plaza del Campidoglio.
El Coliseo Romano es la primera parada. Con la memoria ya curada de los espectáculos crueles que se llevaron a cabo en su arena durante siglos, los romanos hablan con mucho orgullo de sus ruinas, que datan del siglo I. Ellas son la demostración de las notables habilidades que tenían los ingenieros del imperio. Por algo buena parte de esta construcción, declarada en 1980 Patrimonio de la Humanidad, se mantiene en pie –con refuerzos, claro–, pese al paso del tiempo.
Luego de tomarnos la foto de rigor con la enorme estructura de fondo, me relajo un poco y acogemos el consejo de beber agua fresca de una de las innumerables fuentes de la ciudad; esta tradición romana es una pausa deliciosa entre caminata y caminata. Porque si algo queda claro de entrada es que la ciudad hay que recorrerla a pie para no perderse nada. Y si ese es el plan, los tacones y los zapatos incómodos quedan proscritos.
Desde el Fiat vemos pasar las ruinas inquietantes del Foro Imperial, desde donde claramente se dominó el mundo en algún momento; del Circo Máximo, un inmenso estadio donde cientos de miles de espectadores presenciaban las barbáricas carreras de cuadrigas (coches tirados por caballos); el Altar de la Patria, una enorme estructura en mármol blanco construida durante la primera mitad del siglo XX en memoria de Víctor Manuel II, y el Castillo de Sant’Angelo, que está unido por un paso elevado (Il Passetto), de 800 metros de largo, con el Vaticano.
La Plaza del Campidoglio, cuyo mirador da a las ruinas del Foro Imperial.
“Más de un papa –dice Leena Knuuttila, guía de la ciudad– huyó hacia el castillo por ahí para salvar la vida. Estuvo abandonado y cerrado mucho tiempo, hasta que se optó por recuperarlo y abrirlo al público hace 17 años”.
El recorrido de la caravana de Fiat termina precisamente junto a este muro, de 14 metros de altura, a las 5:00 de la tarde, a unos pasos apenas de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. La basílica, cuya cúpula creada por Miguel Ángel en el siglo XVI, domina la panorámica de la ciudad y es tan omnipresente como el mismo río Tíber que la cruza.
La plaza a sus pies, diseñada por Bernini a mediados del siglo XVII, es el punto de llegada de la Vía della Conciliazione, que miles de personas, de todo el planeta, cruzan a diario. De pie, y entre las columnas de uno de los pasajes que la abrazan, acabo contagiada de la emoción que muestran religiosos, devotos, creyentes y no creyentes.
Es inevitable cuando se entiende que más allá de la confesión o la creencia se está ante una soberbia obra diseñada por grandes maestros de la humanidad y sostenida durante siglos por la fe de millones de católicos, que lo cuentan entre sus sitios más sagrados.
Las filas para ingresar a San Pedro son eternas, y ya sé que para conocer la Capilla Sixtina no queda de otra que volver. Y ahí mismo hago la promesa, sin ninguna duda. Roma, la Ciudad Eterna, es para los romanos, pero ellos, con su buena onda, mantienen abiertas sus puertas, de par en par, para todo el mundo. Así son ellos.
Por Sonia Perilla Santamaría
Subeditora de Vida
Roma (Italia)*
Para Carrusel
*Viaje por invitación de NH Hotel Group
Sonia Perilla Santamaría
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