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Zombis en el 'Bronx'

Tras la intervención del sector, es necesario rescatar a aquellos que están más muertos que vivos.

Camina con lentitud; la ropa hecha jirones, se percibe que le queda grande, que ya no hay carne suficiente para tanta tela; la piel es reseca, como cartón, muy curtida; el pelo, también. Los ojos están inyectados en sangre la mayoría del tiempo. Hay una atmósfera mórbida a su alrededor, de hedor, de enfermedad, de muerte. Y así como él, son varios, muchos, que deambulan despacio, sin rumbo.
No es una escena de una película de zombis. Hablo de una historia que está por escribirse sobre los indigentes, esos hombres y mujeres que no moran en ninguna parte porque no tienen domicilio, pero que habitan en todas; esos que no existen con certeza porque no tienen cédula de ciudadanía, o si la tuvieron quién sabe dónde se perdió; esos que no aparecen en ningún censo; que no tienen relación con el Estado, porque no pagan impuestos ni servicios, tampoco votan y no gozan de seguridad social más allá de un baño con manguera en una estación de Policía y alguna sopa en un comedor comunitario o una esporádica brigada de salud. Tampoco tienen ninguna relación con la sociedad y se mueven por las calles sin horarios, sin jefes, sin ninguna referencia geográfica adonde regresar, sin que nadie los espere en alguna parte; sin una tienda que les fíe; sin tener que ir a misa porque Dios los olvidó hace bastante; ajenos totalmente al partido de fútbol y a la telenovela de turno, a la gazapera del Procurador contra Santos… en fin.
En el fondo, sí tienen alguna relación con la sociedad, pero el vínculo es siempre problemático: es el del hombre armado de un palo que “calibra” las llantas de los carros en un semáforo en rojo; el que se monta en un articulado de Transmilenio y consigue evacuar con su olor varios asientos a la redonda; el que obliga al transeúnte a dar un rodeo para no pasarle cerca cuando duerme en un andén. El habitante de la calle, como el zombi, produce mucho miedo en las personas.
El zombi es en esencia un ser que no está vivo pero tampoco está muerto. La cultura haitiana, uno de los orígenes más firmes de la tradición zombi, lo atribuye a la magia; una magia poderosa que regresa a los muertos a la vida para esclavizarlos y ponerlos a trabajar en las plantaciones o en tareas arduas y pesadas. Antes de resucitarlos, el hechicero les ha quitado el alma. En la tradición cinematográfica, de George Romero hacia acá, se han obviado las explicaciones sobre qué fenómeno biológico dio origen a ese despertar de los muertos, y por qué atacan a la gente, por qué se la devoran; qué los mueve al canibalismo. Lo que se intuye es que no hacen nada distinto a deambular día y noche, sin derrotero, de modo gregario, unos; solitarios, otros.
Lo cierto es que la vida es mucho más que un asunto celular, y más que funciones fisiológicas como respirar, deglutir, cagar, reproducirse; entonces estos hombres y mujeres nuestros (muchos más hombres que mujeres) que se alimentan de basura, duermen bajo los puentes, que son en sí mismos una taxonomía de enfermedades desatendidas, sin apoyos emocionales ni certidumbres afectivas; esos hombres y mujeres están también más muertos que vivos.
La indigencia es uno de los problemas más indescifrables de la civilización; el último eslabón de las cosas que nunca logró resolver la revolución industrial, entre otras porque es el resultado lógico y fatal de esa maquinaria capitalista que tritura todo y debe producir algún ripio, algún desecho final. “Desechables” les decían aquí hace un tiempo. Pero, además, el problema de la indigencia es insoluble porque crea una raza de seres “libres”, exentos de toda vanidad, necesidad, atadura, que sobreviven con exigencias mínimas. Para los Estados indolentes que configuró el capitalismo, movidos más por estadísticas, indicadores, tecnicismos que por consideraciones humanas y éticas, la indigencia no es una vergüenza ni un fracaso y es meramente un problema de seguridad y un contratiempo estético. Y es un problema de seguridad porque justo esa nueva raza no comparte nada con el resto de la sociedad, ni las valoraciones, ni los frenos mínimos, ni la persuasión de la ley ni los señalamientos sociales. La suya es una lógica terminal en la que ya no hay nada que perder. Y el diagnóstico de la psicología es desalentador, en el sentido de que la mayoría es irrecuperable.
Los países ricos, inclusive, han manejado el problema escondiéndolos, algo que también nosotros hemos hecho. La izquierda que gobernó tristemente Bogotá por 12 años, perpleja ante la magnitud de la pobreza, inepta para buscar soluciones reales, populista y cosmética, dejó el problema quieto hasta que en 2013 la administración de Gustavo Petro prometió construir Ciudadela Humanidad, un sitio para dignificarlos, darles tratamiento, desintoxicarlos de droga; en abril de ese año intentó meter a la Fuerza Pública en el ‘Bronx’, pero ante la reacción furiosa de los habitantes, se replegó y archivó para siempre su plan.
Este fin de semana, 2.300 policías y soldados, como parte de un nuevo plan del alcalde Peñalosa, entraron al ‘Bronx’ y encontraron la más horrenda degradación humana multiplicada hasta niveles impensables: ajusticiamientos sumarios, secuestros, torturas, mutilaciones, esclavitud sexual… Todo a unas pocas cuadras del Comando de la Policía. Lo que sabíamos de microtráfico y robo comenzó a sonar inocente frente a lo encontrado, con la comprobación escalofriante de que hay una mafia detrás que instrumentaliza a los indigentes.
Peñalosa no puede fracasar en este intento de recuperar la zona para la legalidad y de rescatar el máximo número de seres humanos hundidos en ese infierno. El Estado debe estar a la altura del desafío de una república independiente no en el Catatumbo, sino a diez calles de la Casa de Nariño.
Una república de zombis, infectados en su mayoría desde antes de nacer por ese virus degenerativo y rampante de la inequidad.
Sergio Ocampo Madrid
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