El 4 de septiembre del 2012 se dio inicio a las conversaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y los líderes guerrilleros de las Farc. Han sido tres años y medio de esperanza y tenacidad. También han sido tres años y medio de intentos incesantes de sabotaje por parte de los que consideran inviable negociar con las Farc. Es claro, sin embargo, que la paz es un deber del Estado que cada Gobierno debe proporcionar a los ciudadanos. De allí la relevancia de preferir dialogar antes que acribillar.
Han sido esfuerzos titánicos por salir de una guerra anciana, cruel y olvidada en Colombia. Detrás de este clamor de reconciliación está también la necesidad de proteger a los periodistas, que reportan y opinan desde las más variopintas orillas ideológicas. Algunos cuestionan el proceso de paz, otros lo apoyan, varios más eligen entrar a zonas de candela y desde allí formarse y producir sus análisis. Esta interacción de distintas posturas es clave para sacar adelante un país sepultado bajo pesadas ideas monocromáticas y anacrónicas. Con la libre circulación de ideas y opiniones nacen nuevas vertientes de conocimiento y se garantiza el bienestar de la sociedad en un ambiente de tolerancia y respeto.
La coerción y las amenazas son la antítesis de este esfuerzo colectivo porque intentan anclarnos a la polarización, madre de la violencia que lleva décadas consumiendo a nuestro país. Esta coerción, el desprestigio a los periodistas, la calumnia y las falsas acusaciones han encontrado un canal que les proporciona casi total impunidad: las redes sociales. A través de Twitter, Facebook y portales de información sin el menor rigor periodístico, los nostálgicos de la guerra se han dedicado a calumniar y acorralar a los periodistas que intentan analizar con libertad la transición a la paz y al fin del conflicto armado.
El éxito del proceso de paz radica, en gran medida, en la claridad que haya sobre el mismo. Y de allí la importancia de proteger a los periodistas opositores de la guerra y de castigar a los instigadores de la violencia que ya no mandan sufragios a las salas de redacción sino tuits amenazantes. Vale recordar que la esencia de una amenaza de muerte no es el material en el que está escrita -papel o pixeles- sino la intención y el riesgo inminente al que está sometido el periodista amenazado.
Si bien existen mecanismos para denunciar estos peligrosos acosos -plataformas virtuales de la Policía Nacional como @caivirtual-, todavía hace falta tomar medidas más drásticas y expeditas ante fenómenos como el ciberacoso, la injuria, la calumnia, el daño al buen nombre, la difamación, las falsas acusaciones como la supuesta pertenencia a grupos guerrilleros, o el soborno. Estas acusaciones son casi una orden velada para que el brazo armado de la extrema derecha opere.
El fin del conflicto se nos presenta como una luz de esperanza para las incontables generaciones de colombianos que no hemos visto un solo día de paz en nuestra amada tierra. Y esta transición se dará no sin una violenta y rabiosa resistencia de los que hicieron de la guerra un negocio lucrativo. Debe dejarse de atacar al periodista y debe empezarse a responder por las denuncias que ese periodista hace. Como dice el dicho 'Don't shoot the messenger', no le dispare al mensajero. Por esto es clave proteger a los voceros de los más débiles, a los que cuestionan a los poderosos; en suma, a los periodistas que, gracias a medios abiertos y respetuosos como El Tiempo, hemos asumido la tarea de informar con entera libertad, con rigor y teniendo como único norte la integridad y la verdad.
María Antonia García de la Torre
@caidadelatorre