Es casi imposible abordar asuntos importantes como la investigación en las universidades, el desarrollo de proyectos productivos, la atención a los enfermos o el futuro de nuestra sociedad, sin mencionar multitud de indicadores que precisan los objetivos y las metas que deberíamos conseguir para ser mejores.
Vivimos en el universo de las cuentas. Las universidades tienen un montón de indicadores que son verdad revelada sobre su calidad: artículos publicados en revistas indexadas, número de doctores contratados, cantidad de libros en las bibliotecas, porcentaje de egresados bien empleados, intercambios semestrales con universidades del exterior... y 400 indicadores más que se incluyen en los modelos de autoevaluación.
Otro tanto ocurre en la salud, donde lo que conocemos es el porcentaje de la población en el sistema subsidiado o en el contributivo, el número de pacientes atendidos, la eficiencia de los servicios tasadas en reducción del tiempo de consultas y también, como en educación, centenares de indicadores indispensables para la gestión.
Por supuesto, un negocio tiene todo su sistema de cuentas traducido a indicadores de productividad, sea una fábrica de textiles, un cultivo de flores o una compañía de aviación.
Desde luego, todo el conjunto del país y su economía, la política, la guerra, la paz: todo tiene sus cuentas. Sabemos del producto interno, la balanza comercial y la deuda externa. Se publican datos sobre avances en construcción de vías, entrega de vivienda, mejoría en seguridad, riesgos de desastres. Tenemos información sobre las cifras de popularidad de gobernantes y candidatos. Se publica el número de desmovilizados, víctimas, combatientes, desplazados, muertos.
Pero tantos números, cifras e indicadores no son útiles para entender quiénes somos, qué queremos y para dónde vamos. Además de cuentas, necesitamos buenos cuentos. Entre expertos se habla de la necesidad de nuevas narrativas. En efecto, asuntos tan serios como la construcción de un país en paz, la importancia de una buena educación o la urgente necesidad de avanzar en la investigación científica requieren la elaboración cuidadosa de un discurso capaz de convocar, comprender, emocionar y generar compromisos.
Es difícil que los estudiantes y profesores de una universidad se aglutinen en torno al logro de un indicador. Los seres humanos necesitamos algo más que eso. Necesitamos un cuento que le dé sentido a trabajar juntos, a convertirnos en comunidad, a buscar algo más hondo que aquellas cosas que pueden reducirse a números. Invitar a todo un país a construir desde cada municipio, bajo el liderazgo de los alcaldes, un cuento, un deseo de ver los niños de hoy convertidos en los mejores seres humanos de mañana, verlos gobernando con probidad sus pueblos, conquistando las cumbres de la ciencia, destacándose en el arte por el mundo puede ser mucho más eficaz que desarrollar 20 indicadores del progreso de la educación para los próximos 10 años. Niños de hoy que encarnan la paz de mañana sería un tema provocador para el Plan Decenal en el que está trabajando el Ministerio de Educación.
Necesitamos dedicarle tiempo y esfuerzo al cuento, para que tengan sentido las cuentas. Buenos cuentos han tenido en la historia de la humanidad mucha más eficacia que eficiente tecnocracia. En últimas, en eso consisten la religión o la política: agrupar a la gente en torno a ideas, creencias, propósitos... y en esta búsqueda de sentido hay altos ideales y horribles perversiones. Por eso es grave que la fuerza de los cuentos la tengan los fanáticos, los dueños de dogmas o los que persiguen sus propios intereses, mientras quienes se debaten honestamente en sus dudas y tratan de hacer las cosas bien ignoran los mecanismos que mueven el alma humana.
FRANCISCO CAJIAO
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