Después del histórico fallo de un tribunal argentino que la semana pasada condenó a 14 militares implicados en el Plan Cóndor, el presidente Barack Obama debe cumplir su reciente promesa de desclasificar los archivos del Departamento de Defensa, de la CIA y del FBI para aclarar con certeza el papel que jugó el gobierno de Richard Nixon, y en especial su secretario de Estado, Henry Kissinger, en la implementación del siniestro pacto entre ocho dictadores suramericanos para secuestrar, torturar y/o asesinar a opositores a las dictaduras en cualquiera de sus países.
Gracias a la Ley de Libertad de Información, el Archivo de Seguridad Nacional, que dirige Peter Kornbluh, ha logrado la desclasificación de algunos documentos, principalmente del Departamento de Estado, que revelan, entre otras cosas, una conversación entre Kissinger y el almirante César Guzzetti, ministro de Relaciones Exteriores de Argentina en la que este le informa de los esfuerzos conjuntos. Kissinger le responde dándole su aval a la colaboración internacional para reprimir a la izquierda. “Si hay cosas que deben hacer, háganlas pero rápido”, le dice, “pero es importante que recuperen los procedimientos normales lo más rápidamente posible… Queremos que tengan éxito. No queremos acosarlos. Yo haré lo que pueda”. Indudablemente, Kissinger hizo mucho, pero su quehacer debería ser ventilado en un tribunal de justicia.
El fallo del tribunal argentino es importante porque por primera vez en la historia un tribunal latinoamericano juzga, acusa y condena a los gobernantes de cinco países por haber conspirado criminalmente para asesinar a disidentes políticos. El grupo inicial fue formado en Santiago de Chile, en 1975, por órdenes de los dictadores de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, quienes comisionaron a sus encargados de seguridad para la elaboración y ejecución del Plan Cóndor. Brasil, Perú y Ecuador se adhirieron después.
La impunidad con la que operaban los esbirros de las dictaduras era asombrosa y sin duda el caso más extremo fue el de la guerra sucia en Argentina, que cobró la vida de unas 30.000 personas. Pero el atrevimiento de los servicios de seguridad chilenos, al asesinar al exsecretario de Relaciones Exteriores de Chile en el gobierno de Salvador Allende, Orlando Letelier, en la mismísima capital de EE. UU., evidencia su creencia de que el crimen no tendría consecuencias. Exiliado y despojado de su nacionalidad, Letelier era una pesadilla para el dictador Augusto Pinochet por sus intervenciones en el Congreso estadounidense y por su campaña mundial contra el dictador. El 27 de septiembre de 1976, Letelier y su ayudante, la estadounidense Ronni Moffitt, murieron al ser activada una bomba puesta en el coche en el que viajaban. En documentos desclasificados de la CIA se demuestra que el asesinato del diplomático opositor fue ordenado directamente por Augusto Pinochet.
A 40 años de distancia, muchos de los inculpados ya han muerto y otros tienen una edad muy avanzada. Sin embargo, todavía quedan militares de alto rango; por ejemplo, el último dictador militar de Argentina, el octogenario general Reynaldo Bignone, o el exmilitar uruguayo Manuel Cordero. Este último, vinculado con la desaparición de María Claudia García, nuera embarazada del poeta argentino Juan Gelman y cuya hija, nacida en prisión, fue adoptada por una familia cómplice de la dictadura uruguaya. Ambos fueron sentenciados a una prisión de entre ocho y 25 años.
“Todos estos crímenes –escribió el difunto Christopher Hitchens– sucedieron durante el tiempo en el que Kissinger fue Secretario de Estado”. Y añado, ya es hora de que salga a la luz en un tribunal de justicia hasta dónde llegó la complicidad de Estados Unidos con las dictaduras latinoamericanas.
SERGIO MUÑOZ BATA