La Constitución de Venezuela, ese librito que cada vez se muestra más irrelevante entre los dedos índice y pulgar de Maduro, luce hoy más que nunca como un papel arrugado que sale de su bolsillo. Un libro tan pequeño asaltado por un menú de sultán populista, que incluye recetas como autogolpes, disolución del Poder Legislativo, facultades ilimitadas del Presidente, violación de derechos fundamentales, avasallamiento del Poder Judicial, militarización del país, manipulación y cierre de los medios de comunicación. Todo agravado por una crisis humanitaria sobreviniente que obliga a la comunidad internacional a dejar una actitud pasiva.
El Secretario General de la OEA ha tenido el valor de correr el velo de la tragedia, sabiendo de antemano que por las puertas de esa organización solo pasará la vulgaridad de los epítetos del dictadorzuelo, como él mismo lo ha bautizado. Es urgente invocar la Carta Democrática Interamericana, creada para enfrentar amenazas autoritarias. Es el único instrumento que tiene hoy el sistema internacional para la defensa de la democracia.
La historia de la Carta Democrática es la crónica de una vacuna contra el autoritarismo, una mata silvestre tan latinoamericana. Para quienes tuvimos el privilegio de contribuir a su redacción, era claro que su cumplimiento no iba a ser fácil. La democracia no se sirve a la carta para el caudillo de turno. El menú de la democracia tiene entre sus principales ingredientes la vigencia del Estado de derecho y el cumplimiento de condiciones políticas y jurídicas para evitar la ruptura democrática o el quiebre del orden constitucional.
De las dictaduras de los ochenta al fujimorazo en el Perú a fines del siglo XX, un ‘Madurazo’ invita a batallas que habría que dar en los escenarios de la justicia regional y global. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos ha sido la cara y el camino más efectivo de la arquitectura institucional de nuestra región –pese a su escuálida situación financiera– y seguirá siendo el mejor termómetro cuando la fiebre despótica se apodere de los gobernantes.
El respeto al principio de autodeterminación de los pueblos no puede ser la excusa para mirar para otro lado, cuando se transgreden estándares internacionales de protección de los derechos humanos. La justicia internacional aquí tendrá que reaccionar, como hace unos meses lo hicimos al denunciar, en un manifiesto firmado por más de 200 juristas de Europa y América Latina, las arbitrariedades que se cometieron en el juicio contra Leopoldo López.
Esos casi 14 años de condena, acompañados de los tratos inhumanos y degradantes a los que han sido sometidos Leopoldo y su familia, son un monumento monstruoso a la violación de las garantías más elementales del debido proceso, que debe tener consecuencias ante jueces internacionales. Ese adefesio de sentencia proferida bajo presión oficial, como lo ha confesado el propio fiscal del caso, es un indicador objetivo de un atropello que tiene un alcance jurídico. En Venezuela, la justicia ha muerto bajo los pies de Maduro.
Colombia jamás ha jugado a tumbar presidentes en nuestra región, ni lo hará. Pero no puede actuar como un espectador más, tal cual lo reclamaba el editorialista de este diario el domingo pasado. El derrumbe de Venezuela nos golpea todos los días. Por supuesto que su futuro está atado también a la paz de Colombia. Pero, si el proceso de paz ha traspasado la línea de no retorno, la paz de nuestro país deberá estar cada vez menos subordinada al chantaje de la mano rolliza de Maduro.
No hay derecho. Solidarizarse con Venezuela para vociferar que Colombia va en la dirección de nuestro vecino es “pensar con el deseo”. Tan torpe como creer que Unasur tiene la llave del diálogo en ese país.
Fernando Carrillo Flórez
@fcarrilloflorez