Es una buena noticia que las Farc se hayan comprometido a sacar a los menores de 15 años de sus filas, pero me preocupa esa alegría ingenua que celebra el acuerdo –o esa ira igual de ingenua que lo critica–, como si la “devolución” de 21 niños fuera un hecho aislado. Aunque el reclutamiento infantil ha sido estudiado tanto por el gobierno de Uribe como por el de Santos y ha sido practicado por todos los grupos armados ilegales y las bandas criminales desde hace tiempos, se sigue mostrando a la opinión como algo coyuntural.
En este país tan propenso al olvido, conviene repetir que casi la mitad de los miembros de grupos armados (guerrilla, paramilitares y bandas criminales) son menores de 18 y que el promedio de edad de reclutamiento está entre los 12 y los 13 años. Los estudios señalan que por lo menos la mitad de ellos vivió algún hecho violento antes de enrolarse: masacres, desplazamientos, abusos o asesinatos de familiares, y que cerca del 60 por ciento reconocen tener parientes en grupos ilegales. Pero lo más aterrador es que un 87 por ciento de menores declaran haberse enrolado “voluntariamente”, una palabra que aun entre comillas produce escalofrío y nos sitúa frente a la pregunta clave: ¿qué cadena de acciones y omisiones hace que un niño “decida” irse a un grupo armado?
En su tesis de maestría, titulada ‘The Ones that Look Sad’ (London School of Economics, 2012), Juliana Postarini cita la respuesta de Nelson, un niño desvinculado de las Farc que le contó, además de su vida en la guerrilla, esa experiencia previa –desgraciadamente tan repetida– que lo llevó a optar por los riesgos de la guerra, con tal de huir de una realidad marcada por la pobreza, la violencia intrafamiliar, el fracaso escolar y la falta de oportunidades. Nelson relató las maneras típicas –también conocidas– que tienen los reclutadores de ganarse la confianza de los niños mediante el encargo de pequeños “mandados”, a cambio de plata o regalos, y la progresiva “iniciación social” en los círculos armados. Al preguntarle si los reclutadores se acercaban a todos los niños, la respuesta de Nelson fue elocuente: ellos averiguan y conquistan a los que se ven tristes.
“Los que se ven tristes”: aquellos que crecen en circunstancias adversas, más allá de la pobreza material (aunque, sin duda, esta influye), y que afrontan vacíos educativos y afectivos en la infancia se encuentran “casualmente” (o mejor causalmente) con esa cultura delincuencial que mezcla dinero, fuerza y control y que, ante la vulnerabilidad del entorno, la ausencia del Estado y de adultos confiables, se convierte en alternativa de protección. Esos hombres mayores y fuertes son modelos para identificarse y resuelven la necesidad de pertenencia a un grupo –de rock, de teatro, de fútbol– con la vinculación a un grupo ilegal. Convertirse en un hombre armado o embarazarse de uno de ellos es para muchos niños y niñas la única oportunidad de aspirar a una vida “mejor”.
Acabar con el reclutamiento ilegal de menores implica, por consiguiente, modificar las condiciones en las que se gesta la vinculación a esos grupos, y si bien hay que cambiarlas de manera integral, como lo expresaron las partes en La Habana, es una solución incompleta atacar el fenómeno al final de la cadena, es decir, cuando los niños se desvinculan de las Farc. Frente a una familia y una escuela que afrontan las mismas condiciones de vulnerabilidad e ilegalidad presentes en nuestras ciudades, los niños que suelten las Farc, así como los que hoy están naciendo, serán integrados a otros ejércitos. Sé que suena pesimista, pero debemos comenzar a entender que lo que sucede antes, durante y después del reclutamiento es un todo; que es responsabilidad del Estado y corresponsabilidad de todos.
YOLANDA REYES