El anuncio de lo convenido sobre el blindaje de los eventuales acuerdos de paz desató una ola de opiniones encontradas y elevó la absurda polarización política que vive el país, a niveles delirantes. Hay inquietudes válidas, y es natural que haya posiciones diferentes, pues se trata de un asunto jurídicamente complejo. Pero lo que resulta excesivo e irresponsable es acusar al Gobierno de intentar dar un golpe de Estado y comparar su proceder con el abiertamente antidemocrático e inconstitucional de Maduro en Venezuela. Y a Santos también se le fueron otra vez las luces: un presidente no debe usar su investidura para despacharse contra su principal opositor y sus familiares.
Lo pactado es que los acuerdos con las Farc irán primero a refrendación popular, luego los aprobará o rechazará el Congreso y, finalmente, estarán sujetos al control constitucional de la Corte. En cualquiera de esas etapas de control democrático pueden caerse los acuerdos. ¿Cómo puede hablarse de golpe de Estado a la democracia? ¿Cómo puede compararse este procedimiento institucional con la forma como Maduro desconoce olímpicamente todas las decisiones de la Asamblea Nacional en Venezuela? Con estos exabruptos, Uribe y sus seguidores quedan en deuda grave con la opinión pública y con nuestras instituciones. He defendido repetidamente desde esta columna su derecho a disentir, aunque no a calumniar ni a inventar hechos falsos. Pero esta nueva acusación del uribismo es no solo inaceptable: es casi incendiaria. Qué pesar que un expresidente al que la mayoría de los colombianos le reconocemos su enorme contribución a la seguridad nacional y a haber creado las condiciones para las actuales negociaciones de paz esté optando por destruir todos los puentes y arriesgándose a quedar en la historia como el Trump colombiano.
A su turno, la respuesta de Santos y sus áulicos es también inaceptable. ¿Cómo así que un llamado a la resistencia civil pacífica, que puede ser inconveniente pero no ilegal, se equipare a las andanzas de Carlos Castaño? ¿Y en dónde queda la majestad de la primera designatura cuando el ocupante de la Casa de Nariño se despacha contra los familiares de su opositor?
En cuanto al fondo del asunto, hay dudas legítimas sobre la constitucionalidad de la incorporación tardía de nuevos artículos al trámite del acto legislativo en curso. Esas las dirimirá la Corte Constitucional. También se critica que el Congreso apruebe o impruebe en forma integral el eventual acuerdo de paz. ¿Pero acaso puede ser de otra manera? Si el Congreso modificara unos cuantos artículos, habría que regresar a varios meses de renegociación en La Habana.
Hay, además, dudas sobre la equiparación del eventual acuerdo de paz con un Acuerdo Especial Humanitario, según los Convenios de Ginebra, y su incorporación a nuestro ordenamiento jurídico como ‘bloque de constitucionalidad’. Sobre el primer punto ya se pronunció por escrito la Cruz Roja, que es la autoridad internacional en materia de derecho humanitario, ante consulta elevada por el Gobierno. Sin embargo, una cosa es equiparar a Acuerdo Especial y blindar con carácter constitucional los puntos del acuerdo de paz relacionados con el derecho humanitario, como son las garantías a los desmovilizados y la reparación de las víctimas. Pero otra cosa son los puntos relacionados con la futura política de tierras y desarrollo rural. Por su naturaleza, lo convenido en La Habana en esta materia son orientaciones generales de política, que requieren un desarrollo legislativo detallado y que no deberían quedar expuestas a interpretaciones audaces de la Corte.
P. S.: Señor Procurador: ¿desde cuándo un funcionario ‘interviene en política’ cuando explica y defiende las propuestas del Gobierno?
GUILLERMO PERRY