“Nuestra idiosincrasia suele hacer que los episodios más propicios para el llanto converjan con la embriaguez eufórica de la celebración”. Así se presenta Los hijos de la fiesta, la novela más reciente de Andrés Hoyos, que recorre la historia de la segunda mitad del siglo XX en Colombia por medio de un reparto de personajes que pertenecen a la burguesía bogotana. Sus protagonistas son dos, Isabel y Alejandro, acompañados de un conjunto de voces que dejan ver las características más marcadas de su entorno social. Están el humor, la política, el arte, la ironía. La corrupción, la violencia, la frivolidad, la hipocresía. La fiesta, siempre la fiesta. Hay un mundo en esta novela, narrada con una estructura que va y viene en el tiempo, desde 1957 hasta 1995. Con Bogotá como escenario central. Andrés Hoyos –fundador de la revista El Malpensante y autor de cuatro novelas más– trabajó nueve años en la escritura de Los hijos de la fiesta.
Muy arriesgado usted, lanzarse a escribir y a publicar hoy una novela de casi mil páginas…
De 885. El subsector de las novelas extensas existe hoy como ha existido toda la vida. Y siempre ha sido un subsector pequeño. Cuando uno empieza un libro es como un pescador que sale y tira la carnada. De repente la caña te jala, pero tú no sabes qué mordió. A veces es un tiburón, a veces una barracuda y a veces es un cetáceo, como en este caso. En mi novela hay mucho diálogo, eso la extiende. Para mí es fundamental oír hablar a los personajes para conocerlos. No me sirve la descripción del narrador omnisciente que lo sabe todo.
¿Quiere decir que cuando usted puso la primera frase no tenía idea de la dimensión de la historia en la que se iba a meter?
No la tenía. Primero llegaron los personajes. Porque esta es una novela de personajes, que es el tipo de novela que me gusta tanto leer como escribir. Empecé a ver que los protagonistas –Isabel y Alejandro– iban a tener una relación difícil, aunque no imposible, a lo largo del libro. Después me pregunté por sus entornos: dos clanes de Bogotá, de las clases dominantes en la segunda mitad del siglo XX, uno un poco más hacia el sector conservador tradicional y otro hacia la burguesía liberal.
¿La novela nació más de querer contar la historia de estos dos personajes que de hacer una especie de fresco de la burguesía bogotana?
Le cuento cómo nació: a mí me exportaron a estudiar en un colegio de Estados Unidos a los 14 años, interno. De ahí me quedó la neura. En el último año tuve un profesor de literatura magnífico con el cual empecé a leer a Shakespeare. Para mí fue la gran aparición. Me volví devoto suyo. Un buen día publicamos en El Malpensante una serie de fantasías sobre quién era en realidad el autor de sus obras. Como sabes, los datos sobre el hombre son pocos. Entonces, como gratitud, se me ocurrió escribir una biografía apócrifa de Shakespeare a través de un personaje. Empecé a darle vueltas y muy pronto supe que iba a hacer el ridículo. Pero me quedó el personaje, Alejandro, y me quedó una mujer pelirroja de nombre Isabel, como la reina Isabel I de Inglaterra. Si Alejandro no iba a hacer la biografía, entonces qué hacía, qué le pasaba, quién era. Le pasa lo que le pasa en Los hijos de la fiesta.
Está escrita con una estructura que va y viene en el tiempo…
Cuando vi que la novela sería larga, entendí que no se podía narrar de forma secuencial. En la página 600 la gente podía botarse por el balcón. No es que no se haya hecho, pero me pareció una manera aburrida de contarlo. Los capítulos impares están narrados en presente y oscilan de 1985 a 1995. Los pares son contados en pasado y son secuenciales. Hay dos tonos distintos y dos técnicas narrativas diferentes. Escribir en presente es emocionante, pero es como el close up en las películas: si lo mantienes mucho tiempo, enloqueces al lector. Así que creé este esquema.
¿La escribió de corrido?
Sí, pero después volví. Porque soy más corrector que escritor. A mí la escritura de 0 a 1 me cuesta más trabajo que reelaborar lo que ya tengo. Mi habilidad es más para eso que para inventarme del totazo algo.
En la novela está retratada esa burguesía bogotana que a veces quiere arreglar todo con un chiste y un brindis. ¿Son los hijos de la fiesta?
La idea era contar la historia de estos personajes pero, claro, ellos están inmersos en ese mundo y, por lo tanto, ese mundo también se vuelve protagónico. Es algo que yo vi y viví, conozco ese entorno. En Colombia, en medio de todas las convulsiones que hemos vivido, siempre hay una fiesta. Y es una fiesta que tiene un componente erótico muy fuerte. En ese sentido, los hijos de la fiesta somos los colombianos.
Y en ese mundo que describe impera el cinismo.
No un cinismo puro. No el del dueño del balón que simplemente hace y deshace. Es una situación tan llena de problemas que la salida cínica es como una inercia. El cinismo puro no es bueno en literatura. El cinismo complejo sí es un buen instrumento narrativo. Son personajes que dan cierta curiosidad conocer y ver cómo actúan.
El arte también está muy presente. La música, la literatura, la pintura...
Claro, es que Bogotá es muy difícil de fabular, de volver novela. Tardé muchos años en poder metérmele de frente. Es difícil porque, sobre todo en ese tiempo que cubre la novela, era una ciudad muy insolidaria, muy hostil. Pero como gran capital de un país tenía adentro todo un mundo de artistas, poetas, escritores, músicos, y a mí me interesó mucho poder mirarla con ese instrumento de las artes.
Y con el de la política, también.
Es clave que las novelas partan de personajes particulares y propios, pero que estén inmersos en la vida social y política. Y esa burguesía que está tocada ahí es una burguesía politizada. Era imposible no mirar el costado político. Pero nunca se vuelve central.
Jorge Eliécer Gaitán y el 9 de abril son citados con frecuencia…
Sí, porque uno se pregunta en qué momento se jodió Colombia. El 9 de abril de 1948. Esa es la herida. Ese es el momento que no hemos podido superar. De ahí salieron una cantidad de demonios que hasta hoy nos plagan. Uno no puede no tener que ver con Gaitán.
Lo mismo Pablo Escobar. El día que lo matan, dos de los personajes no saben si brindar o no con champaña…
Ah, es que Escobar sí está en toda la mitad de ese periodo en Colombia y, a diferencia de las Farc y el Eln, él trajo la guerra a Bogotá. También la trajo el M-19, con el Palacio de Justicia. Escobar tenía que estar, aunque aparece visto desde el ángulo de los protagonistas. Me interesa mucho la política, pero en la narrativa prefiero que no se le meta el lente encima, sino que se ponga por ahí, alrededor. La narrativa apolítica, esa que es solo la pasión y la pareja que se va para una isla y se oyen gemidos, me parece desabrida. Pero el extremo, eso de meterse a contar la historia de Bolívar o de un senador, tampoco me interesa. La novela es de la sociedad civil. Es un género civil.
¿Por qué eligió contar el periodo entre 1957 y 1995?
Intuición. Paré en el 95 porque no quería la revolución tecnológica en la novela. No quise meterme con esa transición. Paré en una Colombia todavía en convulsión. La razón principal es que había una cierta coherencia de época que se me hubiera desbaratado si me empiezo a meter con todo ese cuento tecnológico.
¿Cuánto le tomó escribir ‘Los hijos de la fiesta’?
Casi nueve años, pero no trabajaba ocho horas al día. Y no es que al final de la jornada me sintiera cansado físicamente, sino que había una cosa que he llamado cansancio moral. Porque una novela, cuando se hace con el hígado, implica decisiones difíciles. ¿Vas a mandar a tu personaje a la cárcel o no? ¿Vas a hacer que la relación de los protagonistas se rompa? Son decisiones morales del narrador. Y eso cansa.
¿Se la dio a leer a alguien antes de publicarla?
Sí. Es algo superútil que aquí se hace poco. Aquí los editores, para mi gusto, no trabajan suficiente. Como yo fui primero escritor y después editor, sé para qué sirven. Entonces les pedí a unas personas que hicieran ese papel. Me hicieron notar problemas y les agradezco muchísimo.
La novela tiene un final abierto. ¿Por qué eligió esa vía?
Yo le aprendí a Kieslowski, cineasta polaco, que son mejores las historias abiertas. Como son las historias que tú y yo nos contaríamos en una tertulia larga. La estructura de la novela se cierra, este juego de los tiempos, pero la historia queda abierta. Hay esa tradición del escritor omnipotente que cierra las cosas y muchos son libros maravillosos. Pero la historia abierta es una opción que me resulta más fértil.
¿Para esta novela tuvo algún referente colombiano?
No. La verdad es que mis lecturas de literatura colombiana están incompletas. Y de este tipo de novelas no conozco ninguna que esté por ahí, cerca. Cuando la estaba escribiendo, leí Un buen partido, de Vikram Seth, y La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa. No es que tengan influencia directa. Me interesó leer algunas novelas largas.
Queda claro que usted no coincide con quienes pretenden enterrar a la novela como género...
La están acabando desde que salió El Quijote, pero está más viva que nunca. Y por una razón muy sencilla: si uno quiere contar algo por escrito con un nivel de extensión, de profundidad, de ramificaciones, la novela es el gran género. ¿Desaparecerán las historias humanas interesantes que ameriten 900 páginas? Creo que no. La novela adquirió una patente de corso para contar las cosas, para meterse en las alcobas, en las conciencias de las personas. Las grandes son la cumbre de la narrativa, el gran cañón con el que cuenta la literatura. Ahora, es un género exigente. Toda la vida se han escrito novelas malas y unas pocas buenas. Y uno tiene que intentar escribir una buena.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Redacción EL TIEMPO