Los críticos más pertinaces del proceso de La Habana tienen perfecta claridad de que su fórmula de ‘paz sin impunidad’, como la llaman, apunta a un acuerdo imposible: que las Farc se desarmen y sus jefes, de la prisión, pasen al ostracismo político.
Deberían decirlo: lo que los mueve no es dar ‘sostenibilidad’, como arguyen, a lo que se está negociando en La Habana. Su objetivo supremo es ver a las Farc en la vindicta pública. A eso subordinan todo, incluido el destino del país.
Por eso, nada de lo que se pacta en La Habana los satisface.
Se anuncia un acuerdo de justicia y claman “¡impunidad!”, cuando esta es probablemente la primera guerrilla no derrotada que acepta pasar por un proceso judicial y matizar su narrativa heroica de insurgencia para contar que sí se cometieron crímenes a lo largo del conflicto y reparar a las víctimas. ¿Que no habrá cárcel? Ciertamente. Pero quienes claman por penas de prisión deberían explicar cómo planean convencer al secretariado y al Estado Mayor de las Farc de que extiendan las manos para ponerles las esposas que ocho años de denodados esfuerzos durante el gobierno de Álvaro Uribe no lograron colocarles.
Se anuncia un acuerdo para blindar lo que se pacte en La Habana y dicen que se está entregando el país a las Farc, cuando en realidad las Farc se están poniendo en manos del Congreso y la Corte Constitucional. Se anuncia que las Farc entregarán a los niños reclutados y dicen –sin pruebas– que las Farc siguen reclutándolos.
Su tesis, en realidad, es al revés: no es ‘paz sin impunidad’; es impunidad sin paz.
Estos críticos saben bien que, al proponer cárcel y no participación en política para los jefes de las Farc, la negociación se rompe, el conflicto se reanuda y miles de crímenes y sus autores seguirán impunes, como toda la vida. Y la paz... bueno, algún día.
¿Cuántos soldados y policías morirían hasta la derrota final de la guerrilla? ¿Cuántas más víctimas civiles son ‘tolerables’? La estrategia de seguridad democrática empezó a agotarse desde el 2008, dos años antes del final del gobierno de Uribe: ¿cuál es hoy la estrategia para la victoria final?
El argumento de la ‘paz sin impunidad’ es el argumento del odio. Que pone el castigo al enemigo por encima del fin del sufrimiento. Es el lenguaje que inicia las guerras y las sostiene y justifica.
En su reciente no respuesta a la invitación de ‘Timochenko’ a conversar, el expresidente Uribe dijo: “la paz no está en discusión, están en discusión su sostenibilidad, su eficacia y el riesgo para nuestra democracia”. Todo lo contrario: precisamente, lo que él y otros han puesto en discusión es la paz.
Disfrazan de sostenibilidad y eficacia unas condiciones para negociar con las Farc que solo serían posibles con su completa derrota militar. Ocho años y varios miles de millones de dólares no la alcanzaron. Uribe quiso ayer –como quisiera hoy– negociar con las Farc vencidas. El problema es que no pudo derrotarlas. Pero critica el proceso bajo esa óptica irreal. La seguridad democrática debilitó a las Farc, pero no hubo ‘fin del fin’. La única posibilidad que Uribe le dejó a Santos fue negociar como hoy se está haciendo.
Pretender imponer en la mesa lo que no se logró en el campo de batalla no es ‘blindar’ la paz; es tirarla por la ventana poniendo condiciones inaceptables vestidas con un ropaje sibilino que fomenta el odio, el escepticismo, la confusión y la polarización entre muchos colombianos que, ellos sí, quisieran la paz.
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Sería interesante que los críticos pertinaces de la negociación con las Farc aportaran siquiera un solo ejemplo en el mundo en el que un grupo rebelde y el Estado hayan hecho un trato como el que ellos proponen bajo el retórico lema de ‘paz sin impunidad’.
Álvaro Sierra Restrepo
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