Hay una anécdota de sir Walter Raleigh que me fascina repetir porque en ella está la definición perfecta de lo difícil que es contar el pasado, entenderlo. Estaba el gran navegante y espía encarcelado en la Torre de Londres (allí durmió por trece largos años, entre 1603 y 1616) y para matar su tiempo libre se puso a escribir una historia del mundo que, como decía él mismo, iba “desde los asirios hasta mis propios días...”.
Pero una noche hubo debajo de la celda de sir Walter una gran pelotera que no lo dejó dormir, por lo cual, al día siguiente, lo primero que hizo fue preguntarle a su carcelero que qué había pasado, que qué era ese ruido atroz de la víspera que lo había dejado en vela. El carcelero no tenía la menor idea, nada le pudo decir. Ni él, ni el gendarme del piso, ni el centinela, ni el barrendero: nadie sabía qué había sido.
Hay otra versión de la misma anécdota en la que es el propio Raleigh quien ve por la ventana de su celda a dos hombres pelear en el jardín. Entonces trata de averiguar cuál es la causa de ese enfrentamiento y nadie sabe decírsela. En ambos casos –fuera como fuera el episodio, si es que ocurrió– sir Walter decide abandonar su proyecto de la historia universal, con un argumento demoledor: si no era capaz de saber de verdad qué pasaba bajo sus pies, ¡cómo carajo iba a poder contar nada sobre los asirios!
Ese es el problema fundamental con el que nos enfrentamos todos, historiadores o no, al recordar o al evocar el pasado, al tratar de entenderlo, de descifrarlo. Porque el tiempo ocurre y en el acto se desvanece, y con él las cosas que van pasando y de las que queda apenas el rastro; la memoria y el olvido. Por eso la historia necesita tanto de la literatura: porque no hay relato que no sea una invención, por riguroso que sea.
Una invención en el mejor sentido del término: un descubrimiento; una recuperación del pasado, que por naturaleza es irrecuperable. Y esa invención, en el caso de la historia, ese relato, solo es posible con rigor científico, con fuentes y con métodos y teorías, claro, pero también con una sensibilidad que obre casi el milagro de devolverle la vida a lo que ya no la tiene, el tiempo perdido.
Por eso muchos de los más grandes historiadores de la historia, valga la redundancia, fueron y han sido y son también grandes escritores. Y no solo grandes estilistas, no. Grandes escritores en el sentido más bello y hondo de la expresión: el de quienes son capaces de reconstruir el alma humana y hacerla comprensible para los demás. Como Edward Gibbon, como Fernand Braudel, como Zoé Oldenbourg, como Joaquín Tamayo.
O como Carlo Ginzburg, de cuya obra clásica, 'El queso y los gusanos', se cumplen este año 40 años de haber sido publicada. En ella, Ginzburg cuenta la historia de Menocchio, un molinero del Friuli que a finales del siglo XVI fue llevado a la hoguera por la Inquisición. Mezcla de don Quijote y Giordano Bruno (que ardió ese mismo año de 1600), Menocchio iba por el mundo ventilando sus ideas y sus lecturas, sus verdades y locuras.
De ahí el título del libro, pues Menocchio decía que el universo era como un queso y que de él habían nacido, como gusanos, Dios y los ángeles y el hombre. Esto ante la risa de quienes lo escuchaban, y luego ante el estupor de sus jueces, que primero lo encarcelaron y luego lo pusieron al buen recaudo del fuego. Como suele pasar con los locos geniales.
Cuarenta años ya de un libro ejemplar para escribir y pensar la historia. Con los documentos y el reloj en una mano, y la poesía en la otra.
Como quien oye bajo sus pies el ruido del mundo y lo cuenta. Para eso se escribe también la historia.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com