Cuando todo parecía irse al garete, en medio de la acritud de las polémicas al más alto nivel, aparecieron signos de reflexión y cordial avenimiento. La catilinaria del jefe del Estado contra el jefe reconocido de la oposición daba trazas de marcar el tono y el rumbo de la ardorosa controversia, desatada por la declaración de resistencia civil del expresidente Álvaro Uribe Vélez. A la cual respondió el presidente Juan Manuel Santos con alusiones incisivas a circunstancias personales de su inmediato antecesor. Posiblemente, estaba correspondiendo a sus contradictores con la misma moneda, pero no cabe duda de que se le fue la mano en combatividad y anotaciones individuales, así fuera aplicando la ley del talión.
Pocas veces se había dado en Colombia contienda tan borrascosa y punzante a este nivel superior. Acaso en el siglo XX, cuando el doctor Laureano Gómez declarara su propósito de hacer invivible la República, en rudo enfrentamiento con su antiguo amigo y compañero de lides políticas, el presidente en ejercicio Alfonso López Pumarejo, ambos de la generación del Centenario.
Conservador recalcitrante aquel y liberal paradigmático este, habrían de protagonizar larga, intensa y ardorosa polémica, hasta cuando el general Gustavo Rojas Pinilla se tomara el poder y arrasara las instituciones democráticas. Con anterioridad, el expresidente Eduardo Santos había lanzado a los liberales su famosa consigna de ‘Fe y dignidad’, con la cual se frenó la propensión colaboracionista de algunos grupos.
De más está decir que las fuerzas desarmadas concurrirían a deponer al dictador militar, restablecer la Constitución Política y, con ella, el Estado de derecho. Fue la obra de lo que se denominó Frente Nacional, en el cual convergieron liberales y conservadores, con alternación de unos y otros en la Presidencia de la República. Tal el procedimiento para reaclimatar la concordia y el espíritu de cooperación, como en efecto sucedió con los gobiernos augurales de Alberto Lleras, Guillermo León Valencia, Carlos Lleras Restrepo y Misael Pastrana.
Ubicándonos en la actualidad palpitante, se encuentra que el punto neurálgico en las negociaciones de La Habana fue el hallazgo de la utilidad de los Acuerdos Especiales del Derecho Internacional Humanitario, suscrito en Ginebra por el año de 1949, hasta ahora destinado exclusivamente a humanizar las guerras y no propiamente a terminarlas. Siendo este el desenlace definitivo, no parece desatinado aprovechar sus normas para darle vigencia, tanto más si instancias superiores de orden internacional lo aceptan con semejante alcance.
Mucha sutileza jurídica parece haberse requerido para compartirlo con las Farc en la mesa de negociación en La Habana, a condición de que no se lesione ningún principio constitucional sustantivo. Aquí mismo habíamos expresado patriótica preocupación, viendo cómo se trataba de amoldar nuestra Constitución Política a los vaivenes, veleidades o necesidades de una negociación o a las exigencias de una agrupación subversiva. Era sacrificio institucional que no se puede ni se podía hacer.
Ha quedado claro, después de las palabras ulteriores del presidente Santos, ellas sí serenas y reflexivas, que el acuerdo con las Farc no escapará al tamiz del Congreso ni al de la Corte Constitucional. Ni al pleno conocimiento de la opinión pública, que sin restricciones debe manifestarse por el ‘sí’ o por el ‘no’ en plebiscito convocado para este fin. La causa de la paz, con democracia, no debe tener limitaciones previas en el acto de la convocatoria. Cabe confiar en que movilizará suficientes mayorías en su respaldo.
Para disuadir de vanos y peligrosos desvaríos, basta mirar, al otro lado de la extensa frontera, las miserias de nuestra hermana y vecina República de Venezuela, rica como pocas en recursos naturales y sin embargo empobrecida por los palos de ciego en su atolondrado manejo.
Abdón Espinosa Valderrama