Se decidió en La Habana dar seguridad jurídica al acuerdo final mediante su inclusión en el acto legislativo para la paz, la refrendación popular, el depósito de este en Ginebra, su incorporación como artículo transitorio a la Constitución, el control de la Corte y la implementación en el Congreso.
El debate y las preocupaciones sobre esta decisión evidencian la magnitud del proceso de cambios que se desata a partir de la terminación del conflicto armado. De allí que en este momento crucial de participación democrática tenemos la responsabilidad de informarnos bien, de no dejarnos manipular, de actuar en libertad.
La discusión toca el bien futuro de Colombia, y antes de entrar en el debate político llama a una reflexión ética sobre nuestra responsabilidad ante las cosas que nos hacen crecer como seres humanos y las cosas que nos desbaratan hoy y aquí.
La consideración ética* parte de nuestros sentimientos, que espontáneamente temen y rechazan unas cosas y se apasionan por otras, pero que no determinan si las cosas son buenas o malas. Y tenemos que estar atentos porque ante los acuerdos de paz líderes políticos y medios masivos actúan sobre nuestros sentimientos para exacerbar emociones, confundir y atrapar.
La ética pide que demos un ordenamiento a la manera de responder a nuestros sentimientos, subordinando su espontaneidad a valores morales que exigen nuestra decisión libre para convertirse en realidades. La paz, antes que una causa política, es un valor moral como lo son la dignidad, la verdad, la justicia, el perdón, el cuidado de la naturaleza. Y, por supuesto, no son valores los partidos, ni los presidentes, ni la guerrilla, ni el Ejército, ni la Procuraduría, ni las empresas, ni las cadenas de radio y TV.
Ahora bien, a los valores los escogemos dentro de ordenamientos jerárquicos donde unos van primero, condicionando a otros. Este orden determina la política, la economía, la familia. Y, obviamente, hay distintas posibilidades de ordenar los valores. Se puede, por ejemplo, poner primero la propiedad privada y subordinar a esta la seguridad y la justicia, y finalmente la paz. O poner primero la vida y la paz, y luego la justicia y la seguridad.
La opción por un orden de valores nos permite satisfacer nuestros deseos e intereses a costa de restricciones acordadas democráticamente, y nos sitúa en el campo del bien común, pues al elegir los valores en un ordenamiento nos jugamos el sentido de nuestra sociedad, pues establecemos así el fin en función del cual queremos transformar a Colombia y elegimos transformarnos como personas para que ese fin sea posible.
Las constituciones expresan este orden de valores en la lista de derechos fundamentales, y la misma ética pide que en circunstancias extraordinarias los pueblos reorganicen el orden de valores o reinterpreten el existente, y sobre todo que establezcan desarrollos de los derechos y valores reorganizados. Es obvio que en nuestra realidad de 7 millones de víctimas y 50 años de guerra, la paz emerge como valor fundamental y nos obliga a la tarea ética difícil de un nuevo ordenamiento de los valores.
En esta compleja situación, encontré moralmente significativa la opción de las víctimas que fueron testigos de la firma de la Justicia Transicional en Cuba. Allí, los sobrevivientes de la guerra decidieron aceptar el acuerdo jurídico y al mismo tiempo, autónomamente, se comprometieron a participar como protagonistas en su implementación para asegurar la no impunidad, la verdad, la no repetición, y para cuidar de la reparación, la plena dejación de armas y el respeto a la vida y los derechos de todos los colombianos.
Francisco de Roux
* B. Lonergan, ‘Insight, The Possibility of Ethics’, U. of Toronto Press, 1992.