A propósito de la intervención del jefe del Estado en otra de las cumbres anticorrupción, esta vez en Londres, volvió a hablarse sobre la necesidad de nuevas medidas para combatir este fenómeno, que puede llegar a ser más desestabilizador de la legitimidad democrática que la propia subversión armada.
Si de Colombia se trata, no necesitamos ninguna ley adicional para combatirla con éxito. Solo falta voluntad política para ponerle dientes a la prolífica legislación existente.
En primer lugar, el más antiguo estatuto anticorrupción es el Código Penal, vigente hace muchos años. Quien quiera encontrará ahí penas que en algunos casos pasan de 20 años, contra los empleados públicos que se apropian de bienes del Estado, exigen o reciben dinero por la realización de funciones públicas, hacen uso indebido de información privilegiada para enriquecerse, amañan licitaciones, tuercen el pescuezo de las normas sobre contratación pública, incrementan su patrimonio injustificadamente, entre otros muchos hechos delictuosos.
Como Procurador, en la década del 90, logré que se introdujera en la legislación penal la figura del enriquecimiento ilícito, en virtud de la cual basta demostrar que un funcionario no pueda justificar el origen de sus ingresos para ser procesado. En una sencilla operación se comparan los ingresos de los funcionarios con sus bienes y gastos. ¿Cuántos altos empleados y exempleados resisten esa elemental comparación? Acabaríamos de tajo con la corrupción si se cumpliera esta norma del Código Penal.
Y en la Constitución de 1991 se introdujo el artículo 34, según el cual “... no obstante, por sentencia judicial, se declarará extingui-do el dominio sobre los bienes adquiridos mediante enriquecimiento ilícito, en perjuicio del Tesoro Público o con grave deterioro de la moral social”.
Esos dos instrumentos serían suficientes. La calentura no está en las sábanas. El problema no es falta de normas; bastaría con eliminar algunas prácticas políticas.
La ausencia de un sistema real de Gobierno y oposición facilita en buena parte la corrupción. Si hay una oposición activa y vigilante, los corruptos actuarían menos a sus anchas. Lo mismo podría decirse de la inexistencia de una separación real de poderes. Mientras el clientelismo sea la única relación entre el Ejecutivo y el Legislativo no puede esperarse nada distinto a casos de corrupción.
Se ha privatizado al Estado por la vía del clientelismo. Hoy la principal fuente de la corrupción pública es la contratación. A pesar de que existe un detallado estatuto de contratación, en la práctica esta sigue siendo a dedo. Entregarle a un parlamentario los famosos ‘cupos indicativos’, casi que con contratista incluido, es un factor detonante de la corrupción.
Lo que ha pasado con el caso de la alimentación escolar es un clarísimo ejemplo. Ni las entidades en sí, ni la contratación, se les pueden seguir entregando como botín a los políticos para que dispongan a sus anchas. Hay que retomar el concepto de lo público. Clientelismo y corrupción son hermanos siameses.
A este respecto, se ha dado un buen paso al no entregarles a los políticos la cabeza de una funcionaria valiente y honesta como lo es la directora de Bienestar Familiar, Cristina Plazas, quien se ha negado a permitirles a políticos voraces el manejo de la contratación o la nómina de esa institución.
La gran vena rota es la financiación de las campañas. Las autoridades electorales se han hecho las de la vista gorda para vigilar los ríos de dinero que se invierten en campañas y que luego se devuelven con contratos. A nadie se le ha quitado la investidura por excesos de gastos electorales, a pesar del derroche de dinero en toda clase de campañas. La presentación de cuentas es una farsa.
Un compromiso real para cambiar la política es mucho más eficaz que seguir inundando el país de leyes anticorrupción.
Alfonso Gómez Méndez