“Estoy interesado en saber si hay alguna manifestación de Dios en mi cerebro”. Con esta frase del actor estadounidense Morgan Freeman comienza uno de los diálogos más interesantes de la serie documental ‘La historia de Dios’, de National Geographic, que el domingo pasado emitió el último de sus seis capítulos.
Ante la pregunta del famoso actor estadounidense, conductor del programa, el médico y neurocientífico Andrew Newberg responde: “Claro, podemos ver eso”. Entonces, lo invita a concentrarse y a meditar sobre Dios, mientras un moderno equipo de imágenes funcionales registra lo que pasa dentro de la cabeza de la estrella de Hollywood.
Pasados 12 minutos, el especialista emite su diagnóstico: “Todo su lóbulo frontal se ve como si hubiera florecido”. Y anota que, de acuerdo con su experiencia, las áreas frontales del cerebro suelen activarse cuando la persona se conecta con Dios. En su opinión, la clave para que se produzca este fenómeno es creer –o sea, la fe–, pues a los ateos que se les pide pensar en Dios no se les activan esas áreas.
Newberg es un pionero de la neuroteología, un intento de aproximación científico-experimental a la idea de Dios y la espiritualidad. Para el autor de ‘Principles of Neurotheology’ (2010), sin duda el texto más referenciado sobre el tema, la neuroteología es simplemente el estudio de la intersección entre el cerebro y la teología, entendida esta última desde la perspectiva de la trascendencia, la mística y la religión.
Antonio Cruz, doctor en ciencias biológicas y en teología, agrega que la neuroteología estudia la neurobiología de la religión, o sea que busca las bases biológicas de la espiritualidad. Con ese fin, “analiza la manera en que las prácticas religiosas pueden actuar sobre los lóbulos del cerebro (...) Su objeto de estudio son las bases neurológicas de las experiencias espirituales, es decir, de aquello que ocurre en el cerebro cuando el individuo siente que ha descubierto una realidad trascendente, más elevada que las experiencias cotidianas”.
Desde Terrassa, en Cataluña (España), Cruz explica que los neurólogos y psicólogos dedicados a esta novedosa disciplina tratan de averiguar qué regiones cerebrales se activan o desactivan cuando el creyente ora, canta o participa de un culto estimulante. Al parecer, comenta, las experiencias espirituales en las diferentes culturas y religiones son tan parecidas que conducen a la conclusión de que existe una esencia común, que probablemente sea una manifestación de estructuras y procesos concretos en el cerebro humano.
Visiones distintas
Para sus defensores, la neuroteología está soportada en bases sólidas derivadas de las neurociencias, mientras que para sus detractores, como el filósofo Miguel Acosta, de la Universidad CEU San Pablo de Madrid, bordea los límites de la pseudociencia y la moda, “que hasta provoca actitudes de rechazo por parte de científicos, filósofos, teólogos, creyentes o no creyentes”
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Pero también hay controversia dentro de la misma disciplina, por la forma como la abordan distintos sectores. Por ejemplo, teóricos como Matthew Alper –autor del libro ‘Dios está en el cerebro’–, se empeñan en explicar que Dios no existe, sino que es una interpretación de la mente, como la idea del ‘yo’ o de los colores.
Otros, con las mismas herramientas, parten de la religiosidad –y no del individuo– para tratar de interpretar la forma como se relaciona con el cerebro. Y, por esta vía, pueden llegar a conclusiones completamente opuestas a la de Alper.
![]() Michael Persinger, uno de los creadores del 'casco de Dios', un dispositivo que estimula el cerebro para generar percepciones místicas. Foto: Archivo particular |
Cruz, por ejemplo, sostiene que el hecho de que una experiencia religiosa –como la oración o la meditación– tenga una correlación neuronal “no significa que tal experiencia exista solamente en el cerebro, o que se trate de pura ficción de la actividad cerebral”. Y da el siguiente ejemplo: “El simple olor de un pastel de manzana que llega a la (membrana) pituitaria de nuestra nariz y al cerebro podría despertar en el área olfativa el olor de la fruta y la canela. En la corteza somatosensorial se apreciaría incluso la suavidad de la masa en la lengua. La corteza visual observaría un pastel imaginario y las cortezas de asociación recordarían momentos agradables de la infancia asociados a este postre. Si un neurólogo analizara nuestro cerebro en esos momentos, descubriría todas esas sensaciones neuronales, pero tal análisis no negaría la realidad del pastel”.
Lo cierto es que la evolución tecnológica que hoy permite visualizar en tiempo real la actividad de las zonas del cerebro ha permitido determinar algunos fundamentos neurofisiológicos que abren la puerta para interpretar la espiritualidad casi como una función de la mente.
(También: La muerte de Jesús: verdad contada por los historiadores no cristianos)
Para comprobar esto, vale la pena revisar algunos de los estudios clásicos al respecto. Por ejemplo, Mario Beauregard y Vincent Paquette, del Departamento de Psicología de la Universidad de Montreal, en Canadá, publicaron en el 2006 un artículo en ‘Neuroscience Letters’ sobre un estudio que midió la actividad cerebral de un grupo de monjas carmelitas en su estado subjetivo de unión con Dios. Se demostró que la experiencia les activó la corteza orbitofrontal central, el lado derecho de la corteza temporal, los lóbulos parietales inferior y superior derechos y las cortezas prefrontal media y cingulada anterior izquierda, entre otras. Lo anterior permitió concluir que todo el cerebro se ve implicado durante las experiencias místicas, lo que a su vez desvirtuó la existencia del ‘punto de Dios’, que la Universidad de California en San Diego había ubicado –10 a años atrás– en el lóbulo temporal, basándose en las percepciones místicas referidas por muchos enfermos con focos de epilepsia en ese sitio.
También se evidenció que la memoria espiritual fortalece el núcleo caudado, la ínsula y el lóbulo parietal derecho, lo que explicaría, entre otras reacciones, el amor incondicional, las emociones agradables relacionadas con lo divino y la sensación de hallarse inmerso en algo mucho mayor que experimentan las personas al orar, meditar o profundizar en un pensamiento místico.
Apartándose del sesgo de la vida religiosa en las investigaciones, Dimitrios Kapogiannis, del National Institute on Aging (NIA), en Estados Unidos, analizó el cerebro de 40 adultos sanos y reveló en el 2009 que realmente existe un sustrato neurológico subyacente a todas las formas de enfrentar la religiosidad, que se comparte con otras habilidades cognitivas. La inferencia fue simple: las creencias religiosas surgieron del desarrollo de la cognición social y el comportamiento.
El panorama se complica cuando la religiosidad y el concepto de Dios se salen del cerebro y se domicilian en el mismo ADN. Dean Hamer, laureado genetista de la Universidad de Harvard, analizó la composición genética de mil individuos de diferentes condiciones y concluyó que la fe está influida por la biología (a manera de instinto) e incluso responsabilizó al gen VMAT2 de permitir la manifestación de Dios en el cerebro. Lo llamó el “gen de Dios”.
El inventor Stanley Koren y el neurólogo Michael Persinger le dieron otra vuelta a la tuerca con el famoso ‘casco de Dios’, con el que estimulaban los lóbulos temporales para reproducir percepciones místicas, como la presencia de Dios.
‘Ciencia y religión, separadas’
Como era de esperarse, todos estos resultados han sido objetados por quienes consideran que existe un ser supremo, responsable de dotar a los humanos con las adaptaciones cerebrales y funcionales necesarias para captar su presencia.
Acosta, el filósofo de la Universidad CEU San Pablo de Madrid, es enfático al decir que la cultura actual es tecnocientífica y que, en consecuencia, resulta connatural buscar respuestas en la ciencia, muchas de ellas admitidas como normas de fe. Sin embargo, sostiene, la ciencia y la religión funcionan de un modo independiente y no se deben mezclar, ni chocar entre sí. En su opinión, la ciencia no puede responder a todas las preguntas. Para la muestra, cuestiones como qué había antes del ‘big bang’ y por qué existe el universo.
“El principio antrópico sugiere –Según Acosta–, que las condiciones del universo están perfectamente dadas para el desarrollo de la vida humana. De ahí, una intervención divina, aunque solo sea para que las cosas comenzaran a ser”.
Michael S. Gazzaniga, profesor de la Universidad de California considerado uno de los padres de las neurociencias contemporáneas, sentencia: “si nuestro cerebro produce la experiencia religiosa, Dios está en el cerebro y, al fin y al cabo, el cerebro se vuelve Dios”.
Su silogismo aporta a un debate que apenas se inicia y que intriga a muchas personas, incluido Morgan Freeman. Después de haber encarnado al Creador, en las películas ‘Todopoderoso’ y ‘El regreso del Todopoderoso’, y de buscarlo en siete países para la miniserie documental La historia de Dios, el actor afroamericano concluye: “Si creemos en Dios, no solo nos rodea, sino que también tiene el poder de moverse dentro de nosotros”.
CARLOS FRANCISCO FERNÁNDEZ
Asesor médico de EL TIEMPO