El papa Francisco ha dicho que la corrupción es “la gangrena de un pueblo”. El secretario de Estado de la administración Obama, John Kerry, la ha definido como un “radicalizador” porque “destruye la fe en la autoridad legítima”. Y el primer ministro británico, David Cameron, la describió como “uno de los mayores enemigos del progreso”.
La corrupción, en pocas palabras, es el abuso de la función pública para beneficio personal. Cada vez más, los líderes mundiales reconocen que es una amenaza para la dignidad y la seguridad. Y el jueves, en la cumbre anticorrupción que se llevó a cabo en Londres, volvieron a hacerlo.
Este flagelo ha estado entre nosotros tanto tiempo como el gobierno, pero en las últimas décadas se ha sofisticado, con efectos devastadores. Para empezar, perjudica el crecimiento. Cuando las regalías por los recursos naturales se roban en la fuente o el sector privado está monopolizado por compinches, las poblaciones no pueden concretar su potencial.
Ahora bien, la corrupción tiene otro impacto: mientras los ciudadanos ven a sus líderes enriquecerse a expensas de la población, cada vez se sienten más frustrados y enojados, lo que puede conducir a un conflicto violento. Muchas crisis internacionales están arraigadas en esta dinámica. La indignación ante el despotismo de un policía corrupto llevó a un vendedor de fruta tunecino a prenderse fuego en el 2010. Esto desató revoluciones en todo el mundo árabe.
En lugares donde los funcionarios se enriquecen impunemente, los movimientos extremistas –como los talibanes y el EI– explotan la furia ciudadana. La única manera de restablecer la integridad pública, aseguran, es con un rígido código de conducta. Ese lenguaje se ha vuelto muy persuasivo.
Hay que mejorar la inteligencia
Es claro que se debe combatir la corrupción. Lo que no está tan claro es cómo. Para determinar la mejor estrategia en cada caso, los gobiernos deben analizar el problema de manera más efectiva, lo que implica mejorar la recopilación de datos. Como sostiene la experta Sarah Chayes en Against Corruption, el volumen de ensayos que el Gobierno británico publicó para la cumbre, la corrupción es el trabajo de redes sofisticadas, no muy diferentes del crimen organizado. Los gobiernos deben estudiar estas actividades y sus consecuencias como estudian a las organizaciones criminales o terroristas.
Una vez cuenten con estas valoraciones, los países donantes deberían estructurar la asistencia militar o para el desarrollo de un modo que mitigue los riesgos de corrupción y asegure que los fondos no caigan en manos de élites cleptocráticas. Y los receptores deben entender que el financiamiento se agotará si siguen robando. La corrupción y sus implicaciones deben pesar en la interacción de los funcionarios occidentales con sus pares en el mundo en desarrollo. Los diplomáticos dependen de estas relaciones para promover sus intereses nacionales, y los vínculos profesionales entre los oficiales militares muchas veces sirven para capear tormentas políticas. Pero diplomáticos y militares deberían estar dispuestos a dar un paso atrás cuando fuera apropiado y condicionar su interacción, así desaten la ira de sus homólogos.
Sin embargo, como demuestran las revelaciones recientes sobre sociedades ficticias o sobornos, gran parte del problema está en casa, en la industria financiera e inmobiliaria doméstica, en firmas de relaciones públicas y legales que realzan la imagen de los cleptócratas y en las universidades que educan a sus hijos y solicitan sus donaciones. No obstante, la aplicación de la Ley de Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Actividades Ilegales de EE. UU. para imputar a funcionarios de la Fifa muestra que poner la mira en Occidente puede frenar la corrupción entre funcionarios de otras latitudes.
Otra herramienta importante en la lucha contra la corrupción es la innovación tecnológica, que reduce las oportunidades de cometer delitos, empodera a los ciudadanos para denunciar y mejora la transparencia del gobierno. Ya se han tomado medidas, como el empadronamiento digital de votantes.
Ninguna de estas sugerencias será fácil de implementar. Pero, para enfrentar muchas de las crisis que acosan al mundo, es vital un foco contundente en la lucha contra la corrupción. Nuestra esperanza es que después de la conferencia de Londres se demuestre la unidad de propósito.
WILLIAM J. BURNS Y MIKE MULLEN
© Project Syndicate
* Burns, exsubsecretario de Estado de EE. UU., es presidente del Carnegie Endowment for International Peace. El almirante Mullen fue presidente del Estado Mayor Conjunto de EE. UU.
Washington