Lo dije hace ya un tiempo: Enrique Peñalosa duró 15 años buscando una nueva oportunidad para hacer la ciudad de sus sueños y ahora tiene cuatro para conseguirlo. Nada, para lo que se ha propuesto sacar adelante: colegios, hospitales, troncales, parques, metro, avenidas, coliseos, ciclorrutas... Y plata no hay. Las arcas están vacías.
Su antecesor comprometió millonarios recursos, estiró nóminas, multiplicó contratistas, redobló el asistencialismo. Eso ya no es un secreto. Como tampoco lo es que más de uno ha recibido como respuesta del Alcalde un “no hay plata” cada vez que lo llaman para que apoye, patrocine, enarbole o se haga sentir con algún evento o alguna causa. Buena parte de sus primeros meses de gobierno se le han ido en buscar fórmulas, conseguir aliados, demandar apoyos, perfilar proyectos que permitan financiar la ‘Bogotá mejor para todos’.
Y si ha sido difícil esto, lo será aún más la ejecución. Si las alianzas público-privadas –con las que se esperan conseguir más de 10 billones de pesos– funcionan, estas no arrancarán antes del 2018. Si se aprueba la venta de la ETB, tales recursos no se verán antes de un año. Y falta convencer a la ciudadanía de que es necesario acudir al bolsillo si quiere ver una transformación de la ciudad. Nada fácil. Hay que meterle pedagogía y no antipatía al asunto. Algunos dirán que el Alcalde tiene que bajarles a las expectativas, sincerar las cifras; en pocas palabras, hacer lo que pueda con lo que tiene. Pero su respuesta ya se conoce: no habrá milagros, pero habrá ciudad.
Hay quienes insisten en que el Alcalde no se ha sintonizado aún con la ciudad. Que se escucha a sí mismo y que es difícil conectarse con él. Buena parte de quienes así piensan no vivieron su primera administración: las críticas eran las mismas. Y los que sí lo hicieron pero aun así lo cuestionan, saben que Peñalosa no es el mandatario simpático, bonachón o promesero con quien esperarían tratar.
Y eso no va a cambiar. Sería como pedirle a Uribe que ponga una lápida a su actitud camorrista o a Petro que se vuelva modesto. A Peñalosa le cobran, como lo hicieron con su antecesor, todas las frases que diga y que se salgan del molde del mandatario ideal. Y él es experto en dejar frases sueltas que, por sinceras que pretendan ser, son como almíbar para sus detractores. En tiempos de redes sociales una palabra de más o de menos resuena como el taconeo en los pasillos de la Alcaldía. Es en esas mismas redes donde se anidan ahora los odios y los amores contra los mandatarios. Los populistas, en cambio, no tienen problema: dicen lo que la gente quiere oír.
Tal vez le convenga a Peñalosa escuchar más, reconocer, percibir la intención del otro antes de juzgarla. Y en todo caso, exagerar su diálogo con la gente y no con quienes buscan el momento preciso para el trino certero. Como dice Héctor Abad: “A los que defienden el lenguaje de las trompadas hay que contestarles con la razón”.
Por último, hay una paradoja con el alcalde Peñalosa: se convirtió en el mandatario del cambio y hoy quienes votaron por esa propuesta se esfumaron. Si Petro tenía un tropel de áulicos que aplaudían sus acciones, Peñalosa tiene una opinión pública vergonzante, que no se manifiesta ni en redes, ni en público ni en privado.
Se pensaría que decisiones como aumentar el costo del pasaje en TransMilenio para aliviar el hueco del sistema, tomarse calles y avenidas para devolverlas limpias a los ciudadanos, recuperar el espacio peatonal, emplear a quienes antes deambulaban por la calle o castigar con mano dura a los que atentan contra el medioambiente, conseguirían un mayor eco de sus seguidores. Pero eso no se percibe. Y ello puede obedecer a que están teniendo más reverberación sus expresiones aciagas –como la más reciente en torno a las ambulancias– que temas que afectan el diario vivir de los bogotanos.
Por supuesto que los mandatarios están sometidos al escrutinio público y al control político. Eso no se discute. Lo que da grima es que el empuje que necesita Bogotá para sacarla al otro lado no se sienta aún. “Paciencia”, dijo Peñalosa en su discurso de posesión, y ese se volvió un bien escaso.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
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