Escribir sobre el padre. Narrarlo para intentar descubrirlo. Entenderlo. Es una búsqueda esencial que ha marcado la historia de la literatura. Muchos de los grandes autores han mantenido ese diálogo entre padre e hijo, desde diferentes caminos y en estilos diversos. Está Carta al padre, de Franz Kafka. La invención de la soledad, de Paul Auster.
Patrimonio, de Philip Roth. Mi oído en su corazón, de Hanif Kureishi. La maleta de mi padre, de Orham Pamuk.
Experiencia, de Martin Amis. Un listado que podría seguir, interminable. Renato Cisneros, escritor y periodista peruano de 40 años, leyó a todos estos maestros antes de tomar el mismo camino. El resultado de su búsqueda es La distancia que nos separa, novela en la que recorre la historia de su padre y muestra cómo el personaje que termina descubriendo es diferente al que tenía en su memoria.
Cisneros trabajaba como periodista en una emisora radial cuando decidió abandonar su empleo y dedicarse por completo a la investigación y la escritura de este libro. La idea lo venía persiguiendo desde tiempo atrás. “Mi padre fue quien estableció las normas de vida de cada uno de sus hijos, moldeó desde siempre nuestra personalidad, nuestra ética, nuestra comprensión del mundo –dice–. Así que el mismo día que murió supe que su desaparición sería uno de los grandes temas de mi escritura. Lo que no sabía era cómo desarrollar ese tema”.
Cuando su papá murió, Renato tenía 18 años y escribía poesía. Muchos de esos poemas, y de los que siguieron, tenían a su padre como figura central. “Con el paso del tiempo sentí que su muerte y mi orfandad me seguían imponiendo preguntas muy incómodas –agrega–. Tengo la impresión de que la novela estuvo siempre allí, delante de mí, o más bien dentro mío, esperando a que yo encontrara las palabras adecuadas para extirpármela y escribirla”.
¿Hubo alguna pregunta en especial que lo llevó a la escritura de este libro?
“Sí. ¿Quién fue él antes de que yo viniera al mundo? ¿Cuáles de las vivencias que transformaron su carácter influyeron luego en la definición de mi personalidad? Las primeras preguntas que me hice estaban guiadas por una obsesión: conocer la vida íntima de ese hombre público que, a los cincuenta años, se convirtió en mi padre. Nunca hubiese imaginado que entre el adolescente que fue mi padre y yo había tantísimas coincidencias”.
Lo que va descubriendo Cisneros a medida que recorre las huellas de su padre –el exgeneral Luis Federico Cisneros, llamado el ‘Gaucho’, un militar muy importante en la historia peruana reciente, que llegó a ocupar cargos ministeriales– es que ambos se parecían más de lo que él pensaba. Cuando niño, su padre también quería ser artista (le gustaba el ballet), era rebelde y solía ser incomprendido entre su círculo familiar debido a su personalidad, más bien solitaria e introvertida.
¿Pero cómo? ¿Ese era el mismo personaje autoritario y seguro de sí mismo que luego había tenido como papá?
“Poco a poco captas que eso que te han dicho durante tantos años respecto de la biografía de tu padre no te convence más. O peor: captas que lo que tu propio padre decía sobre su biografía ha dejado de parecerte confiable. (…) Por eso desentierras. Para saber si conociste a fondo a tu padre o solo lo viste pasar”, dice en La distancia que nos separa.
¿Cómo fue el proceso de investigación para el libro? Narra viajes, entrevistas, lecturas de archivos…
“La investigación fue larga. Invertí ocho años en hacer entrevistas profundas (a parientes, amigos, gente que conoció las diferentes facetas del ‘Gaucho’ Cisneros), estudiar el archivo periodístico de su trayectoria política y militar, desclasificar su expediente en el Ejército, leer novelas referentes y hacer terapia de psicoanálisis. También viajé a Argentina, donde mi padre nació y vivió hasta los 21 años, y a Francia, donde pasamos unos años juntos. Cuando tuve un material importante, en algún momento decidí dejar de investigar y ponerme a escribir, porque la propia investigación se estaba convirtiendo en una coartada para no acabar la novela.
Es decir que pensaba: mejor sigo investigando…
“El típico autosabotaje del escritor: alargar un proyecto para disimular el pánico que da terminarlo. Para poder escribir, renuncié a un trabajo y en el tramo final me encerré dos meses en una casa de campo. Mi novela es el resultado de todo eso. La verdad, ahora que lo recuerdo, quedé exhausto”.
En un momento del libro, Cisneros se preguntó si acaso valía la pena dejar la radio: “A la gente magnífica que trabajaba conmigo, la paga segura, el reconocimiento en las calles, la fama provinciana, todo a cambio de una novela incierta, una novela que posiblemente no le fuera a interesar a nadie más que a mí, una novela que me traería problemas con mi familia, con la que se me acusaría de ingrato, injusto, malagradecido o traidor”. Y podría pasar.
Esa es una pregunta que muchos escritores que se enfrentan a la escritura de asuntos familiares se plantean: si están entrando en los terrenos de la deslealtad, incluso del aprovechamiento de las memorias de la familia.
¿Dudó en escribir el libro, pensando en las posibles reacciones que habría en su familia?
“Sí, pero esas fueron reflexiones y dudas del hijo, no del escritor. Como escritor pienso, igual que Faulkner, que la única lealtad válida es la que uno tiene consigo mismo. Para poder finiquitar tu obra, debes ser desleal con todo: los reparos de tu familia, los consejos de tu entorno amical, las expectativas de tus lectores. Dudé, por supuesto, pero deseché esas dudas porque sentía que, al dudar, traicionaba al libro”.
A Renato Cisneros lo conocimos –por lo menos los lectores en América Latina, fuera de Perú– a comienzos de este siglo cuando, al mismo tiempo que trabajaba en el diario El Comercio, comenzó a publicar notas en un blog titulado Busco novia. En esos textos contaba, a modo de diario, muchas de sus frustraciones amorosas, en un lenguaje atractivo y sincero. El blog era muy leído, al punto de que los textos reunidos se convirtieron en un libro. Después, Cisneros continuó su trabajo en la literatura con dos novelas, Nunca confíes en mí (2011) y Raro (2012). Fueron procesos muy diferentes al que vivió con esta nueva novela. “Los libros anteriores fueron libros que quise y pude escribir –explica–. La distancia que nos separa es un libro que necesité escribir. Los primeros fueron libros que tuvieron lectores y sus ediciones se agotaron, pero salieron de otra parte. Creo que sirvieron como peldaños”.
Desde los tiempos del blog, usted demostró que no le molestaba hablar de sus historias íntimas, personales. Algo que también queda claro con esta novela...
“Siempre he escrito desde ahí, y cada día me convenzo más de que en lo íntimo reside lo universal. Como escritor uno busca conmover al lector; el medio que yo he encontrado para intentarlo es la exploración impúdica de mis afectos, mis relaciones y mis recuerdos”.
En la primera página de ‘La distancia que nos separa’ advierte que debe leerse como una novela de autoficción…
“Es una aclaración para que no vaya a creerse que es un documento periodístico o notarial. Mi novela toma la realidad y la arrastra a la literatura. Toma la biografía y la tergiversa. Toma los hechos y los deforma. No es ficción del todo, porque hay unos nombres propios y una serie de acontecimientos reales, pero el modo en que están contados y entrelazados es un modo literario. Puse el párrafo pensando en mi familia, pero no sirvió de mucho”.
¿En algún momento pensó en desistir y no escribirlo?
“La escritura de esta novela representó una pugna constante entre el escritor y el hijo. Las cosas que mortificaban al hijo alimentaban al escritor. Los descubrimientos que el hijo encontraba reprochables, amorales o nocivos eran petróleo para el escritor. El escritor es un caníbal de su biografía. Por eso cada vez que el hijo pensaba demasiado, el escritor aparecía para darle un garrotazo y obligarlo a trabajar a su servicio. Todo libro es una lucha o varias luchas al mismo tiempo. Contra el lenguaje, contra la realidad, contra uno mismo”.
El proceso de Cisneros para la realización de este libro no solo implicó una extensa investigación, sino mucho tiempo de reescritura y corrección. Uno de sus mayores trabajos fue encontrar la voz precisa en la que quería narrar la historia. Su objetivo era escribirla con cierto tono de ambigüedad, para evitar convertirla en una novela melancólica o panfletaria. “No quería escribir con exceso de sentimentalismo porque los hechos eran lo suficientemente sentimentales –explica–. Para eso fue clave escribir sobre mi padre como si no fuera mi padre, convenciéndome de que el ‘Gaucho’ Cisneros era un personaje literario, una construcción que se nutría de mis vivencias, pero también de los hallazgos que hice y de los testimonios que recogí”.
“(…) Así como un padre nunca está preparado para enterrar a un hijo, un hijo nunca está preparado para desenterrar a un padre. Para la mayoría de huérfanos no es fácil desenterrar ni rebuscar. Remover una tumba, una biografía, les parece un sacrilegio imperdonable, un acto chueco, profano, una innoble traición a la paz que requieren los muertos.
Se olvidan esos huérfanos de que los vivos también merecemos cierta paz, una paz que muchas veces solo puede conseguirse a expensas de la paz de los muertos. Quizá es una equivocación creer que los muertos esperan que los dejemos tranquilos…”, dice en su novela.
¿Qué sintió cuando le puso punto final al libro?
“Fue como celebrar una misa laica para mí mismo. Sentí todo junto: orgullo, vergüenza, pena, pero sobre todo cansancio. No exorcicé ningún demonio, no me curé, no me liberé de ningún trauma. Pero sí encontré una voz o el asomo de una voz. Y si acaso puede haber algo de triunfo en este oficio, es ese: la maduración de tu voz. Cuando lo acabé me eché a llorar. Y enseguida me tomé una cerveza”.
María Paulina Ortiz
Redacción EL TIEMPO