Solo un hecho extraordinario impedirá que el próximo 8 de noviembre el republicano Donald Trump y la demócrata Hillary Clinton sean los llamados a disputarse en las urnas el derecho a ser el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América.
A falta de las elecciones primarias o, en algunos casos, caucus, en nueve estados para el caso de los republicanos y en doce para los demócratas, la suerte parece estar echada. Mientras el principal rival de Trump, Ted Cruz, declinó su aspiración la semana pasada, el de Clinton, el carismático senador por Vermont Bernie Sanders, aunque insiste en luchar hasta el final, a estas alturas depende de que una enorme cantidad de los superdelegados en la convención de su partido decida respaldarlo, algo que no parece viable.
Su otra carta, igualmente improbable, es la de que tenga lugar algún avance en la investigación que adelanta el FBI a su rival por haber transmitido a través de su correo electrónico personal información clasificada cuando era secretaria de Estado.
Por supuesto que la presencia del estrafalario hombre de negocios en la instancia final ha sido el suceso que ha puesto los ojos del mundo sobre esta contienda. No es el caso regresar sobre las críticas, que por supuesto les caben a sus propuestas tan contradictorias como delirantes, muchas de ellas xenófobas y, sobre todo, irresponsables. Conviene más reflexionar sobre los motivos que le han permitido ganar tal grado de respaldo popular.
Bastante se ha hablado ya sobre el desasosiego que crece en cierto sector de la clase media estadounidense. Este es fruto, en muy pocas palabras, de constatar que sus hijos y nietos no necesariamente tendrán mejores condiciones de vida, no amasarán más riqueza que la que ellos acuñaron. Ruptura que es también un dardo mortal al corazón que por décadas dio vida al llamado sueño americano. Son cada vez más los habitantes de ese país que ven, abrumados, cómo se derrumban las certezas sobre las cuales se levantó la idea de nación a la cual se sumaron y respaldaron con no poco fervor sus ancestros. Esa que hablaba, ante todo, de grandeza, de superioridad.
A nadie debe sorprender, en consecuencia, que el hábil eslogan escogido por Trump sea, justamente, ‘volvamos a hacer grande a América’. Porque cualquier cosa podrá decirse del excéntrico magnate, menos que no sabe calibrar las emociones del sector de la población más proclive a respaldarlo.
Y aquí no pocos observadores coinciden en que su postura antiestablecimiento es fundamental entre los factores que pueden explicar su acogida (algo que, por cierto, también se cita al interpretar la popularidad de Sanders). De hecho, muchos consideran que esta cita en las urnas estará planteada sobre unas bases inéditas.
La campaña está como para alquilar balcón. No será una justa entre los dos partidos tradicionales del país del norte, sino entre un bando que busca una cara ajena al tejemaneje bipartidista en la oficina oval y otro que, aunque puede tener múltiples reparos sobre el rumbo que en el último tiempo ha tomado la política en su país, cree que esto en ningún momento justifica dar un auténtico salto al vacío. Uno con potencial, además, de generar un clima inédito de zozobra en todo el planeta.
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