Desde afuera, parece casi de lógica simple.
La negociación más importante que se ha hecho con las Farc en la historia está en la recta final. El impacto positivo de un acuerdo que ponga fin al conflicto armado entre esa guerrilla y el Estado, que ha afectado –de manera brutal o indirecta– a todos los colombianos vivos, sería colosal. Mejorará la vida de todos, los que sufrieron a manos de la guerrilla, los paramilitares y el Estado, y los que no. Más allá de las concesiones que demande, luce como la mejor solución posible a los 50 (o 70 o 100) años de violencia armada que han signado esta democracia maltrecha.
Sin embargo, en Colombia no es así. Un 66 por ciento de los colombianos que encuesta Gallup en cinco grandes ciudades –el electorado que decide el rumbo del país– cree que la negociación va mal. El 71 por ciento piensa que no habrá acuerdo este año. Apenas un tercio participaría en la refrendación. El apoyo a negociar con el Eln ha bajado de 73 a 56 por ciento desde octubre del 2012. Y el 42 por ciento del país urbano encuestado sigue creyendo que la opción no es el diálogo, sino la derrota militar.
Arrastrado por un insólito destino: así, como la película, puede denominarse lo que intentar una negociación de paz le ha hecho al Presidente. La aprobación de su gestión ha llegado al mínimo histórico: 21 por ciento. Y no es solo la negociación. En todos los campos se derrumba: empleo, economía, corrupción, narcotráfico, costo de vida, inseguridad, salud, educación, servicios públicos, pobreza...
Las encuestas son una foto parcial y veleidosa, y la gente cambia de opinión. Pero ¿qué le pasa a Colombia, que encara con tal pesimismo poner fin a una guerra horrenda y castiga a quien lo intenta?
El país ha pasado demasiado tiempo en guerra y, a la vez, demasiado tiempo al margen de la guerra.
Por una parte, generaciones de colombianos han crecido habituadas a niveles de desprecio por la vida inaceptables en la mayor parte de las sociedades. Muchos han interiorizado la narrativa que sataniza al contrario (el ‘narcoterrorista’, el ‘paraco’, el ‘chulo’, el ‘oligarca’) y hace normal eliminarlo. Pasar de décadas de esa lógica del odio y el enemigo a una lógica de la controversia y el adversario se está mostrando muy difícil. Apegados a las razones que justificaron el conflicto al punto de negarlo, habiendo perdido padres, madres, hermanos, bienes, muchos corazones y mentes siguen atrincherados.
Por otra parte, hace más de diez años la guerra dejó de afectar directamente las grandes ciudades. Una generación que hoy tiene 20 o 25 años creció atisbándola por televisión y esquivando la mirada del desplazado en el semáforo, único recuerdo urbano de las atrocidades que asuelan regiones marginales y lejanas. La lógica de la indiferencia: a la Colombia moderna poco le perturba convivir con la que sigue en el siglo XIX.
* * * *
Entre los negociadores enfrascados en detalles técnicos de desarme y cese del fuego, la falta de anuncios y la demora, las declaraciones sobre temas abstractos como el ‘acuerdo especial’ y las severas debilidades de las partes para vender conjuntamente lo que están haciendo, el proceso de La Habana arriesga perder relevancia en Colombia. Y que, cuando se anuncie el acuerdo final, este no tenga mayor efecto en una opinión pública ya muy escéptica o indiferente.
Las lógicas del odio y la indiferencia no son enemigas de la paz; son hijas de la guerra. Solo un pronto acuerdo final y un esfuerzo sostenido de pedagogía que entienda los motivos profundos de una sociedad herida y explique sin descanso los beneficios y oportunidades de la paz pueden construir el consenso mínimo indispensable para que esta empiece a ser, por fin, una sociedad normal, donde la vida valga más que el odio.
Álvaro Sierra Restrepo
cortapalo@gmail.com
@cortapalo