Cuando se instaló la Corte Constitucional en 1992, después de haber sido creada por la Constitución de 1991, había grandes expectativas sobre su desempeño. Para unos se trataba de una institución innecesaria. Para otros representó uno de los avances más importantes en materia de control constitucional.
Con la carta garantista aprobada por la Constituyente el enfoque del derecho constitucional colombiano debía ampliarse. Las dos primeras tandas de magistrados que conformaron la Corte probaron sus bondades. La jurisprudencia producida entre 1992 y el 2002 fue avanzada. La Corte cuidó la integridad de la Constitución; fue una época brillante de esa jurisdicción. A través de sus sentencias, de sus profundos y rigurosos fallos, el Tribunal llenó de contenido los derechos; dilucidó asuntos espinosos como la posibilidad de admitir tutelas contra providencias judiciales, estableció límites y fijó criterios para comprender el significado del libre desarrollo de la personalidad; fue arriesgada y trazó el camino para que la ciudadanía se apropiara, ejerciera y defendiera sus garantías fundamentales y dio alcance a los derechos de tercera generación. Esa Corte dio una lección sobre lo que significa interpretar la ley fundamental, apelando, cuando es necesario, al espíritu del constituyente.
Los magistrados de aquella época representaban diferentes escuelas de pensamiento. Sus debates alrededor de asuntos controversiales resultaron de altísimo valor intelectual. Los fundamentos filosóficos y jurídicos que soportaron cada decisión fueron estudiados por la academia, que analizó el nuevo derecho que surgía para darle vida al Estado Social de Derecho.
Pero la Corte Constitucional no fue ajena a la politización de la justicia. El sistema de selección de quienes conforman los órganos de la rama judicial y de control pervirtió la esencia de la corporación.
Con el tiempo, esto tuvo repercusiones en los pronunciamientos y en la manera en que la Corte se relacionaba con los poderes del Estado y con los órganos de la rama. En no pocas ocasiones, la Corte aprobó providencias con criterio farandulero y politiquero más que jurídico. Aquel órgano que defendió la norma constitucional, que comprendió el espíritu del constituyente y que interpretó la carta fundamental, fue perdiendo brillo y desviando el rumbo. Más que proteger, ahora la Corte pretende legislar, modificar e incluso contrariar la Constitución. En este embeleco por figurar y adoptar posiciones políticas ha dejado ver que sus discusiones no se dan alrededor de las escuelas de pensamiento. Los enfrentamientos y alianzas surgen a propósito de estrategias para apoyar candidaturas de diversa índole.
Hoy queda poco del rigor y pulcritud que caracterizaron las actuaciones iniciales. Ha llegado incluso, como se vio recientemente, a admitir una demanda ciudadana contra un documento sobre el que no tiene competencia.
Publicar un auto admisorio de una demanda contra el documento que firmaron el Gobierno y las Farc en 2012 evidencia un ánimo oportunista, además de ser una aberración jurídica. Que la Corte sea noticia porque invita a las cabecillas de las Farc a participar en una audiencia pública, cuando no han entregado las armas, siguen delinquiendo, no reconocen sus billonarios recursos y extorsionan con el argumento de que se trata del ‘impuesto para la paz’, es inaudito.
Como nunca, el país requiere que su Corte Constitucional vuelva a actuar con la dignidad y majestad que la caracterizaron en sus años mozos. Quienes al interior de esta tienen las calidades y la grandeza para hacerlo, deben buscar la manera de que la corporación recupere su norte.
Claudia Dangond
@cdangond