Superada la barahúnda nacional motivada por el reajuste ministerial en grande escala y, en el caso personal del autor de estas líneas, su percance de salud, va siendo hora de volver a los temas sustanciales del país. Empezando por sus necesidades permanentes de pleno empleo y control efectivo de la inflación, este último ejercido con característico celo institucional por el Banco de la República.
El riesgo de tal compromiso es el de que en el ejercicio de esta función bifronte resulte premiado el aspecto estrictamente monetario a expensas del social y económico de la promoción de empleo. Así, es posible, teórica y prácticamente, pasar del auge desordenado a la recesión aflictiva, como ocurriera en el Brasil en medio de su caótica sucesión de males, políticos y económicos. O en Colombia, dentro del colapso del precio del petróleo y su efecto inicial de drástica devaluación y deterioro consiguiente del nivel de empleo, todavía sin asomos de recesión.
Por lo pronto, las cifras del Dane confirman el episodio inicial de la tendencia de carestía con desmedro embrionario de la cifra de desocupados. Es por lo menos la invitación fáctica a precaverse y montar guardia, no sea que en un futuro próximo otra adversidad esté acechando a la economía colombiana. Con tanta mayor razón, si no se ha pensado en procurar la estabilidad relativa del tipo de cambio, como parece aconsejable de conformidad con lo que se hiciera en el pasado para frenar la revaluación. Habida cuenta, además, del azaroso déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos.
Al déficit fiscal se le ha prestado atención preferente a juzgar por la promoción de una reforma tributaria ad portas, encomendada a un grupo de expertos, conforme a las invitaciones y exigencias de varios organismos económicos internacionales y presumiblemente considerando los traumatismos de la desatinada anterior.
Obviamente, la traumática baja del precio del petróleo, hoy por hoy con mejoras sustanciales, no podía sino afectar las diversas expresiones de la vida colombiana y, con mayor razón, la estructura de los ingresos públicos a través de la tributación de las empresas que elaboran o comercializan sus productos o de cualquiera otra manera imponían su ritmo y transmitían signos de bonanza. Con el auge minero-energético volvió Colombia a su absoluta dependencia y olvidó la promoción de exportaciones.
La Hacienda Pública tampoco se preparó para su colapso, habiendo fiado su suerte a la de los hidrocarburos y, en general, a la industria extractiva de sus diversas materias primas (carbón, níquel, oro). Los déficits se hallaban a la vuelta de la esquina y habrían de marcar con su huella los diversos aspectos de su vida pública y privada.
Bien pronto habríamos de descender a la realidad de sus faltantes y saber de las recomendaciones de apretarse el cinturón. Aunque no tanto como para cegar las fuentes de sus disminuidas rentas y aniquilar sus manantiales. Sean oídas sus voces de templanza en el curso de las discusiones sobre la reforma del estatuto tributario que habrá de venir con nuevas exacciones y exigencias.
La reforma tributaria se ha erigido en tema obligado de cada año. Asimismo debiera ocurrir con la otra cara de la medalla, la de los gastos. En consecuencia, a la hora de definir cuál ha de ser el destino final de la nueva capacidad adquisitiva del erario, resuena la voz unánime en demanda de un requisito primordial: el de ¡austeridad!
Sea la ocasión de rendir conmovido homenaje a la memoria del exministro del ramo y académico en varias disciplinas Rodrigo Llorente Martínez, quien fuera hijo del legendario tesorero general de la Nación, don Hernando Llorente, y con sus propias luces honrara los despachos y encargos a los cuales se le llamó.
Abdón Espinosa Valderrama