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Patricio Aylwin

Chile lamenta la partida de este gran estadista, que reabrió las puertas a la democracia en su país.

“Chile ha perdido un gran estadista”, expresó la presidenta Michelle Bachelet al lamentar la muerte de Patricio Aylwin (1918-2016) la semana pasada, en una frase repicada en la prensa internacional. Le sobran razones. Gracias a Aylwin, Chile condujo a su país de regreso a la democracia con buenos éxitos.
Aunque en el clima polarizado de 1973 Aylwin observó en algún momento que “enfrentado a la alternativa de una dictadura marxista y una de nuestras Fuerzas Armadas, escogería la última”, pronto lideraba desde el suelo chileno la oposición a Pinochet. Como dirigente del Partido Demócrata Cristiano, estableció puentes con sus opositores socialistas para formar un bloque común que permitiera, pacíficamente, el cambio de régimen.
Fue un proceso largo, lleno de barreras. Pero en la década de 1980, su línea de buscar el poder bajo las mismas reglas constitucionales impuestas por Pinochet prevaleció frente a la de quienes insistían en “todas las formas de lucha”.
Aylwin fue uno de los líderes del ‘no’ en el plebiscito de 1988, que reabrió las puertas a la democracia en Chile.
Un año más tarde, triunfó en las elecciones presidenciales como candidato de la Concertación, coalición de centroizquierda que gobernó a los chilenos por dos décadas consecutivas.
En sus obituarios, la prensa internacional ha recordado dos críticas frecuentes contra la administración Aylwin (1990-1994): que le dio preferencia a la estabilidad por encima de las reformas, y que ha debido actuar con mayor vigor para enjuiciar a los responsables de abusos contra los derechos humanos durante la dictadura pinochetista.
Tales críticas son injustas, y hasta ingenuas. Ignoran las extraordinarias y difíciles circunstancias en las cuales tuvo que gobernar. Y subvaloran sus enormes logros.
Aylwin gobernó inicialmente bajo la sombra de Pinochet y sus “enclaves autoritarios”. El general mantuvo el cargo de comandante de las Fuerzas Armadas. Con sus partidos aliados, tenía el respaldo del 44 por ciento del electorado y el control del Senado y la Corte Suprema de Justicia, ya que al final de la dictadura nombró 8 senadores vitalicios, así como designó 14 de los 17 magistrados del alto tribunal.
Es en este contexto en el que debe evaluarse su administración.
Como lo observó en un excelente ensayo J. Samuel Valenzuela, entendida en su amplitud, la política de derechos humanos adelantada por Aylwin fue notable por sus avances. Liberó centenares de presos políticos. Con tacto y paciencia, recompuso el sector judicial. Creó la Comisión de la Verdad. El Estado comenzó a reparar a miles de víctimas de la dictadura.
“Tenía que ser cándido y prudente”, les explicó a Sergio Bitar y Abraham F. Lowenthal en su libro reciente de entrevistas con líderes de transiciones democráticas en el mundo. Allí se defendió de las críticas que produjo su noción de “justicia en la medida de lo posible”.
La consolidación gradual del poder civil fue uno de sus grandes logros. Tan importante como la estabilidad, fruto también de la alianza con sus antiguos enemigos socialistas en la Concertación y de los acuerdos informales con sus opositores, que llamó “amistades cívicas”. Ellos permitieron la adopción de políticas económicas y sociales que han impulsado la prosperidad chilena por décadas, y redujeron ostensiblemente la pobreza.
En un tributo para El País, Bitar y Lowenthal recuerdan haberle preguntado a Aylwin si tenía consejos para otros procesos mundiales de transición a la democracia. Renuente a pontificar, recomendó “buscar más lo que une que lo que divide”. “Puso la unidad por encima de las diferencias”, dijo Bachelet al destacar sus cualidades de estadista.
Eduardo Posada Carbó
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