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El viejo dilema de castigar o no a los hijos

Aunque especialistas cuestionan estas sanciones, muchos padres siguen creyendo en su efectividad.

LAURA REINA
“¿Estoy castigado?”, preguntó angustiado Juan cuando volcó, sin querer, el vaso de gaseosa sobre la mesa. “No, Juan, fue un accidente”, lo tranquilizó Ana, su mamá.
Esa pregunta la hizo reflexionar sobre la cantidad de veces que lo castiga (prohibirle ver dibujitos, mandarlo a pensar solo a su habitación, dejar de comprarle juguetes) sin merecerlo, solo porque es lo primero que a ella se le ocurre. “A veces castigamos sin reflexionar acerca de la conveniencia de la sanción. No quiero que mi hijo piense que cada vez que se equivoca voy a castigarlo”, dice la mujer, que habló del caso con una psicóloga infantil.
Castigar o no es el dilema al que hoy se enfrentan los padres de familia. Mientras algunos siguen aplicando sanciones disciplinarias cada vez que sus hijos se portan mal, hay especialistas que cuestionan la efectividad del castigo y recalcan que, a largo plazo, no se solucionan las cuestiones de fondo.
“El castigo por sí solo no sirve, pero a nivel sociedad sigue teniendo vigencia –dice Mariela Cacciola, psicóloga y coordinadora del blog Dulce Crianza, espacio de orientación para padres–. Hay estilos de crianza, como el autoritario, que aplica el castigo como herramienta educativa. Otros, como el permisivo, descartan todo tipo de sanción o límites. Y estamos los que avalamos una crianza respetuosa: los límites aparecen solos, y lo que tenemos que hacer es explicarles a los niños por qué no se pueden hacer ciertas cosas”.
Cacciola sostiene que la comunicación con los menores es clave. “Hay que hablar de la situación con el niño. El castigo puede generar miedo, frustración. Si se porta mal, hay que tratar de entender la causa. Lo ideal es pensar más soluciones que castigos, ver entre ambos cómo hacer para resolver la situación –sugiere–. El castigo es un plus innecesario en la crianza de un niño, que muchas veces no entiende por qué está siendo sancionado”.
Algo así le ocurrió a Analía cuando regañó a su hijo Ramiro, de solo 3 años, por haber rayado una pared de la casa. “Ramiro, entre lágrimas, decía que yo lo había dejado pintar las paredes. Cuando me tranquilicé y vi que eran los marcadores que usaba mientras se bañaba, entendí todo –admite la mamá–. Él interpretó que con esos marcadores podía pintar cualquier pared, no solo la del baño. Limpiamos juntos el dibujo y le dije que no lo volviera a hacer. Me quedó el sabor amargo de haber perdido el control”.
Enseñar
Verónica y Florencia De Andrés, madre e hija, y autoras del libro Confianza total para tus hijos –de gran éxito en la categoría de no ficción–, aseguran que una buena táctica es la disciplina amorosa.
“No se trata de castigar o controlar, sino de enseñar. Los niños necesitan un aprendizaje emocional: regular sus emociones, controlar sus impulsos, manejar el enojo. Sin estas habilidades es imposible que se hagan responsables de sus acciones. Podemos pensar la disciplina como una forma de parar el comportamiento inadecuado, pero es más que eso: la clave es contribuir a que los niños se sientan responsables de sus acciones y emociones”.
Según las autoras, muchos de los comportamientos que los adultos consideran inadecuados –por ejemplo, que los niños arrojen furiosamente los juguetes– suceden porque el pequeño aún no tiene la madurez necesaria para manifestar su enojo. “Para aprender a controlar sus impulsos y a encauzar sus emociones, los chicos necesitan un regulador externo, que somos los padres. Si el método de un padre consiste en amenazar y castigar –mediante la humillación, la ridiculización, una voz intimidante o hasta un castigo físico–, esto desencadenará en él miedo, ira, frustración, furia y hasta terror”, dicen las autoras. Y añaden que este tipo de emociones pueden desencadenar tres posibles respuestas: “la huida, la lucha o quedarse congelado”.
El último recurso
Analía Mitar, psicóloga y fundadora de Family Hold, un método que plantea la terapia familiar en casa, sostiene que el castigo debe ser el último recurso después de haber advertido varias veces acerca de determinada situación. Y sugiere: “Primero debe haber varios ‘sí’: ‘sí, hijo, vamos a jugar; sí, hijo, pintemos o leamos juntos’. Los niños, en general, demandan atención. Si hubo antes varios ‘no’, porque estamos cansados u ocupados, es probable que ellos quieran portarse mal para llamar la atención”, explica.
Mitar anota que un ejercicio que hace con frecuencia es sacar un almohadón o una silla para que el niño se siente después de haber sido advertido varias veces, y reflexione, ojalá en compañía de sus padres, por qué lo hizo. “El tiempo que pase sentado ahí debe ser acorde con su edad: cinco minutos si tiene 5 años, siete minutos si tiene 7 años. Esto sirve para que se calme y pueda expresar cómo se siente por lo que hizo”.
Por otro lado, hay quienes consideran que el castigo sigue siendo necesario. “Una sanción negativa es un recurso válido, siempre y cuando no sea físico o humillante –opina Adriana Ceballos, psicóloga y consultora de familia–. En una sociedad en la que puede ser más difícil educar porque todo se pasa por alto y los valores se desdibujan, es necesaria la sanción, que puede consistir en quitar un privilegio: no dejarlos hacer algo que les gusta o privarlos de un gusto. Hay que hacerlo con tranquilidad”.
Para Ceballos, es fundamental que la sanción sea viable. “En ocasiones, el enojo lleva a un padre a adoptar una sanción tan tajante que al rato comprende que es imposible mantenerla. Dejar de sancionarlo es lo mismo que decirle al niño que puede hacer lo que quiera y que al final nada ocurrirá. Por eso hay que ser justos”, afirma.
Ana, la mamá de Juan, reconoce que dejó los castigos, pese a que él es un niño inquieto. “Aprendí a contar hasta diez y a tratar de dilucidar qué le está pasando. Ya no me pregunta si lo voy a castigar. Él solo reconoce que se equivocó, y me dice: ‘No te preocupes, mami, yo lo arreglo’. Y a mí me nace decirle que mejor lo arreglamos entre los dos”.
Ellos no deben afrontarlo solos
El famoso ‘time out’ (tiempo fuera), en el que se le pide al niño que se aparte para pensar sobre cómo se comportó, fue considerado, en un primer momento, un avance en el sentido de que no es violento, pero fue rápidamente criticado porque deja al niño solo y le genera culpabilidad.
“Ellos muchas veces no saben qué tienen que pensar, no saben por qué se portan mal y no saben cómo cambiar lo hecho. En esos momentos nos necesitan cerca para que les expliquemos qué hicieron mal y para pensar juntos en una solución. A veces, en estos casos se disparan todo tipo de fantasías en los niños: creen que porque se portaron mal los vamos a abandonar o a dejar de querer”, apunta la psicóloga Mariela Cacciola.
LAURA REINA
La Nación (Argentina) - GDA
LAURA REINA
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