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Historia de un esqueleto

Medicina Legal le hizo creer a una madre, durante diez años, que su hijo podía estar vivo.

Comprendo que algunos alumnos rehúyan el laboratorio. También me causó una sensación extraña el esqueleto colgado del techo como un ahorcado, la boca abierta que parece emitir un grito sordo, desesperado.
“Lo trajeron del monte”, explicó una campesina que recordaba las matanzas de Tacueyó, a mediados de los 80. Un día, me contó, gentes del pueblo subieron a recoger los cuerpos de sus hijos asesinados, pero solo bajaron un esqueleto y cinco cadáveres; otros quedaron entre la maleza o enterrados de cualquier manera, no pudieron cargarlos porque estaban descompuestos y el camino era largo y pesado.
Alguien advirtió el esqueleto perfecto y pensó que podrían aprovecharlo en la clase de anatomía del colegio. Desde entonces, ese símbolo del desprecio a vida y a la memoria de las víctimas de tantas violencias ciegas asusta a los niños de la Institución Educativa Quintín Lame de Tacueyó, norte del Cauca. Creen que era una mujer.
Podría tratarse de María N. L., estudiante bogotana. A sus 16 años se tragó los cuentos de su profesor de Educación Física de la revolución del ‘Ricardo Franco’ y un salario que ayudaría a su familia. En 1985, junto a otros adolescentes, viajó a Tacueyó. Debió morir igual que los demás, acusados de espías. Sus papás la esperaron por años, confiados en su regreso. Ya solo aspiran a enterrar sus restos.
En Tacueyó quedan testigos de las filas de jóvenes amarrados, cabizbajos, camino de los campamentos donde morirían a golpes y machetazos. Unos pocos sobrevivientes relatan historias espeluznantes, orgías de sangre y terror de aquella disidencia del M-19 y Farc.
No es lógico mantener el esqueleto solo porque nunca se rompe, a diferencia del que compraron de plástico, arrumado entre papeles viejos. Deberían descolgarlo y depositarlo en Medicina Legal por respeto a la fallecida. Identificarlo sería pedir demasiado. Están desenterrando miles de NN y ya nos notificó el director que su prioridad es el cura Camilo Torres. Pero hay un caso indignante que exige respuesta inmediata.
En el 2004 mataron en Bogotá a René Alexánder González Soto, de 26 años. Lo condujeron a Medicina Legal y le tomaron fotos. Su mamá, Nidia, preocupada por la ausencia del hijo, acudió al Instituto después de recorrer hospitales. Informaron que nadie de las características de René había ingresado.
En País Libre fuimos testigos de su denodada lucha por encontrarlo. Lo creía vivo y secuestrado, pese a lo cual incluía el peregrinaje a Medicina Legal para escudriñar los voluminosos cuadernos de fotografías de cadáveres. En julio del 2014, como por encanto, aparecieron en el Instituto el registro de la muerte de René y sus restos óseos en una bóveda del Cementerio del Sur. La desidia y la incompetencia los embolataron una década.
No se los entregaron a Nidia porque en el mismo nicho había huesos de cuatro personas más, incompletos y revueltos, y debían identificarlos todos. El año pasado descubrieron que eran seis y no cinco, y requerían nuevos análisis. Este mes concluyeron que son siete los apiñados en la misma bóveda.
La incertidumbre por la suerte de su hijo aniquiló la felicidad de Nidia. Su angustia perenne y los trastornos de salud se los debe en exclusiva a Medicina Legal, que le hizo creer por diez años que René podía estar vivo. Lo mínimo sería concluir de inmediato el trabajo de identificación. No se llama Camilo, sino René, pero debería ser lo mismo.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
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