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Del sexo a la sexualidad

La educación para la sexualidad no comienza en secundaria ni sirve solo para prevenir embarazos.

YOLANDA REYES
Desde la primera vez que un papá le cambia el pañal a su hija o mucho antes, desde que su pareja le dice esa frase que les cambiará la vida, “estoy embarazada”, e incluso más atrás, desde el cortejo, desde el enamoramiento, desde la conversación (o no) sobre la posibilidad de tener hijos o, para ser más exactos, desde la infancia de los padres y de la de los padres de los padres, la sexualidad hace parte de nuestra historia: de todas las historias.
Aunque nos hayan enseñado a reprimir nuestra curiosidad (o a callarla frente a los adultos) o nos hayan dicho desde antes de tener memoria “eso no se toca” –ni se mira, ni se nombra–, aunque tengamos un repertorio de nombres aprendidos, en medio de risitas y susurros adultos, para nombrar los genitales con apodos chistosos que jamás usaríamos para nombrar las manos, las piernas, los codos o las rodillas, nuestra vida no puede explicarse sin recurrir a esa palabra que aún aterra a ciertos funcionarios: ¡sexo!... “El presente programa contiene escenas de sexo y violencia” es la frase hecha que separa la programación adulta de la infantil en la televisión nacional, como subrayando que ‘sexo’ es una práctica equiparable (tremenda generalización) a la violencia.
Valdría mejor decir sexualidad, aunque haya que añadirle sílabas, porque involucra más que prevención del embarazo, pero no solo es importante ampliar esa palabra, sino el estrecho debate nacional suscitado a raíz de la demanda del colectivo Sin Embarazos en Adolescentes, que solicitó iniciar la cátedra de Educación para la Sexualidad en preescolar y primaria, por considerar tardía su inclusión en secundaria, según lo establecido en la Ley 1146 del 2007. Más allá de la polémica mediática que brilló por la ausencia de argumentos técnicos, conviene recordar que la sexualidad va más allá de la genitalidad. El sexo visible que se observa desde las ecografías es solo el punto de partida para un bebé. El resto es una construcción cultural y una tarea que le tomará toda la vida.
Es evidente que “la educación para la sexualidad” (nótese la amplitud del término utilizado en la ley) no comienza en secundaria ni es únicamente una herramienta para prevenir el embarazo o las enfermedades de transmisión sexual. Por ello el sentido negativo que caracterizó la discusión –embarazo, enfermedad, abuso– desdibuja el sentido profundo de una sexualidad que se construye con acompañamiento y con ejemplo adulto, que hace parte de la vida afectiva y que está presente en la forma como nos movemos, hablamos, bailamos, nos vinculamos y vivimos.
Basta con mirar los juegos de los niños más pequeños, con sus incesantes porqués, para saber que la curiosidad, no solo frente a la sexualidad sino hacia el mundo, está presente desde el comienzo y es el motor del conocimiento. De dónde vienen los bebés, cómo entró el hermanito en la barriga de mamá, por dónde va a salir, por qué la luna no se cae del cielo, por qué los niños y las niñas son distintos, por qué se mueren las personas y todas las preguntas existenciales y científicas imaginables surgen todos los días en cualquier jardín infantil.
De la forma como los escuchemos, sin censurarlos, para conversar con ellos, resolver sus dudas y estimular nuevas preguntas dependerá no solo la educación de su sexualidad, sino toda su educación. Por supuesto, conviene entender que la curiosidad no es un problema infantil, sino una fortuna, y que esa asociación entre curiosidad sexual y morbo es una construcción adulta anclada en muchos años de censura y de silencios, que hemos heredado y transmitido. Por eso, justamente, necesitamos tomar en serio la educación para la sexualidad de los más jóvenes: para cambiar esos discursos.
YOLANDA REYES
YOLANDA REYES
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