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La selva donde vive el indígena joven de 'El abrazo de la serpiente'

EL TIEMPO viajó hasta las entrañas de la selva del Vaupés en busca de Nilbio Torres.

A tres cosas les teme Nilbio Torres. A la cuatronarices, “una serpiente que cuando te va a morder tira como un silbido y luego se mete en el agua”; a los espantos de la selva, que “cuando aparecen en la noche se siente como un chasquido y hay que salir corriendo o si no uno se puede desmayar”, y a las ciudades, “tan terribles que un día me quedé como petrificado sin poder salir de la habitación del hotel, mirando de un lado para otro de puro pavor”.
El protagonista de la película ‘El abrazo de la serpiente’ se pone la careta para poder ver el movimiento de los peces bajo el agua turbia del río Cuduyarí, más oscura que de costumbre; agarra con su mano derecha una delgada azagaya de metal a la que forra en su extremo con el caucho de un neumático para asirla; y toma, profundo, el aire que en esta selva, a varios kilómetros de Mitú (la capital departamental), debe ser más puro que el de cualquiera de las ciudades que lo aterran.
Apenas si se escucha su cuerpo sumergirse en el agua casi inmóvil, quizás para no advertir a los peces, quizás porque la gente de acá se mueve así, al ritmo de un río portentoso que en este tramo parece un larguísimo lago que serpentea entre cojines de árboles que sobrevivieron a un diluvio.
Lejos de las cámaras, los reflectores y la gloria del que ya es el filme más importante de la cinematografía colombiana, y mucho más si hoy obtiene el Óscar a mejor película extranjera, así vive Nilbio. Es el hombre que encarnó a Karamakate joven, el chamán y último miembro de una etnia que tiene el secreto de la planta que cura todos los males (yakruna), en la cinta de Ciro Guerra. Hasta Santa Marta, una comunidad indígena a orillas del Cuduyarí, llegó a buscarlo EL TIEMPO. (Lea también la entrevista Nibio Torres, entre dos mundos)
“No se ve nada”, dice frustrado después de sacar la cabeza y retirarse la careta. Tras varias zambullidas en las que la oscuridad del agua no deja adivinar sus movimientos desde la canoa, sentencia que hay que ir a pescar a otro lado, quizás a la cachivera que hay cerca de la comunidad, donde vive con Nubia, su esposa, y sus cuatro hijos, o a un pocito cristalino que hay río abajo. La cachivera es una zona de piedras y rápidos donde los peces podrían quedar más expuestos. “Por eso no hay casi delfines por acá, porque la cachivera no les da paso”.
Santa Marta es un resguardo de casas de madera subidas sobre pilotes, al que se llega al cabo de 28 minutos en bote desde Mitú. Allí, casi todas las casas tienen antena de Directv y hay un punto de Vive Digital. Las gallinas se pasean a su antojo y un par de perros flacuchos se acercan para acompañar a los visitantes. Nilbio y su familia viajan en un largo pero estrecho bote de su propiedad en el que quien no está acostumbrado siente que camina –no navega– sobre una húmeda cuerda floja a punto de zozobrar. “Cuando hay platica para la gasolina, usamos este motor. Si no, yo remo, porque a mi hijo mayor hay que llevarlo a las 6 de la mañana al colegio de Mitú”, apunta, mientras jala la cuerda para iniciar la vetusta máquina, que apenas ronca.
Para llegar a Santa Marta hay que abandonar el curso principal del Vaupés, desde Mitú, y tomar a contracorriente un ramal, el del Cuduyarí, cerca de su desembocadura, donde el agua es más amarillenta. Cuando ya se divisan las viviendas, una gritería de chiquillos que juegan voleibol en la pequeña isla de arena que dejan las aguas bajas se suma al ruido de los pájaros que con su trino repetido y casi monótono están cerca de darle la bienvenida a la noche. Tres silbidos: uno corto y dos largos, una y otra vez. “Es un pajarito de rebalse”, lo reconoce Nilbio.
Esta selva es un silencio de árboles habitado por millones de ruidos.
“Ahí viene la lluvia”, dice, mientras del río empieza a brotar una nube de vapor que en realidad son las diminutas gotas que rebotan en la corriente. “Cuando llueve, el río se pone más oscuro. Pero está panditico”, comenta, mientras señala la orilla arenosa y con raíces de viejos arbustos que evidencia un cauce varios metros abajo de su nivel habitual.
Cuando se está en la mitad del Cuduyarí o del Vaupés, con el agua al borde de la canoa y la lluvia golpeando la cara, es inevitable recordar la hermosa secuencia de la película en la que se desgaja un aguacero de espanto mientras los remeros indígenas luchan por no dejarse vencer por el remolino que se los traga. Hay que dejar tanta cosa para poder viajar ligeros, le espeta luego Karamakate a uno de los exploradores blancos.
“En las noches pescamos con linterna. Uno puede conseguir pez naré y dormilón, recostados en las raíces. Acá vivimos cerca de los pescados: bagre, misingo, guaracú, jaco y tucunare. Podemos pescar cuatro kilos. Vendemos tres y nos comemos uno”.
En esta tarde nublada y fresca, la pesca tendrá que esperar.
Nilbio nació hace casi 32 años en la comunidad Tapurucuara, zona Querari, a unas seis horas de Mitú a pie, o a casi una semana en bote, en la boca del Carare, cerca de la frontera con Brasil. Cuando se le pide deletrear el nombre de su comunidad prefiere escribirla con una letra redonda y equilibrada. “Yo era un niño juicioso. Desde pequeño cazaba y pescaba. Hacía una trampita para palomas y ahí caían gallinetas y otros animalitos. También usábamos cerbatanas con las que matábamos pajaritos. Jugábamos a la pelota, baloncesto. También íbamos a la escuela. Yo estudié hasta sexto grado, pero mi papá dijo que no podía más. No alcanzaba con la ropita, los cuadernos, los zapatos; yo quería seguir, pero no se pudo”. Torres recuerda a su padre, que –como él– vive de cultivar y de la pesca, y que aún no ha visto ‘El abrazo de la serpiente’. También recuerda su época de estudios, en cubeo, su lengua natal, y en español.
Ante ese panorama, no tuvo más remedio que dedicarse a la chagra, un pequeño oasis de tierra fértil en medio de la selva que deja cultivar yuca dulce y brava, arroz, maíz, piña y otras frutas, y que junto con la caza constituye la principal fuente de ingresos de los indígenas. Hasta que una idea empezó a rondarle la cabeza: irse con la gente del monte.
–¿La gente del monte?
–Sí, la guerrilla. Ellos iban hasta las comunidades lejanas a reclutar a niños de 11 o 12 años. No los entrenaban, eran solo carnada. Pero yo sentí muchísimo a mi mamá. Por no hacerla sufrir, me tocó no meterme con esa gente”.
Nilbio recuerda que cuando las Farc se tomaron Mitú, en noviembre de 1998, estaba lejos de la ciudad, en Querari. “En el silencio de la madrugada alcanzaban a escucharse las explosiones”.
Pero la idea de enrolarse se alejó definitivamente a los 17 años. En un encuentro deportivo en Querari conoció a Nubia Sarto, de la etnia desana. “Estuvimos cuatro días hablando, solo acompañar, solo amigos. Y ya después creo que ella me quería y yo también, y ya nos juntamos. Nosotros los cubeos somos así, es como un chiste. De un momento a otro uno se junta y listo, luego tiene hijos”.
“Estamos en unión libre”, se apresura a aclarar ella, mientras se tapa la sonrisa con una mano. Llevan 15 años juntos.
Cuando Gustavo Moyano (el director de casting) llegó a Santa Marta a buscar actores para 'El abrazo', Nilbio observaba sin entusiasmo. “La comunidad conoció el proyecto, vio que había platas y se divirtió con la toma de fotos. Luego había que mandar documentos, pero yo no quería participar porque pensaba que eso era duro, que no era capaz, porque acá nunca hemos trabajado en eso. Pero alguien me dijo que toda la comunidad iba a estar y yo me iba a quedar sin un pesito. Entonces dije ‘listo’ y me llamaron”.
Nilbio nunca había visto una película, al menos en pantalla gigante. Su mayor experiencia era lo que pasaba la televisión, en especial filmes de acción y telenovelas. “Por eso me puse tímido, un poco asustado, temblando. ¿Será que soy capaz de trabajar en eso? Yo estaba pensativo. ¿Cómo ser el actor de una película de verdad? Y al otro día había que viajar a Bogotá. Había montado en avionetica, pero nunca en avión grande”.
La experiencia fue dura. Horas de ensayo en las que tenía que entrar a un mundo nuevo, el de la actuación, junto con Antonio Bolívar (Karamakate anciano), Miguel Ramos (otro indígena) y el preparador de actores, Andrés Barrientos.
“Teníamos que quedarnos 45 minutos frente a frente, mirándonos sin reírnos. No alcanzábamos a los tres minutos. Otras veces nos vendaban los ojos y nos ponían a reír, gritar, a hacer como el tigre, llorar como desesperados –cuenta Nilbio–, hasta que entró el diablito en la mente y empezamos a sentir que estábamos actuando de verdad, sin pena”. También recuerda las largas sesiones ayudando a los actores extranjeros a hablar las lenguas nativas y cómo ellos se apoyaban en una grabadora con la que repetían y se escuchaban hasta conseguir la pronunciación. En la película se habla español, cubeo, el guanano, el tikuna, hasta alemán y latín.
Pero Nilbio pasó mucho tiempo fuera de casa y Nubia se empezó a inquietar. “Alguien me dijo que como iba a ser actor iba a empezar a salir con otras mujeres y eso me entristeció. Tuvo que venir una fotógrafa a hablar conmigo, y me explicó cómo era eso, me dijo que él no iba a tener sexo con nadie y eso me tranquilizó”, dice Nubia. Ella recuerda que cuando era más joven trabajó en Zipaquirá unos meses, pero el frío de la Sabana la sacó corriendo.
Deja de llover sobre esta parte del Cuduyarí, pero los truenos siguen dejándose sentir entre los árboles y un aguacero de mosquitos se abalanza, incluso sobre la piel de Nilbio, tan acostumbrado a ellos. Él está convencido de que fue escogido para la película por su físico. “Ya habían seleccionado a don Antonio, entonces necesitaban a alguien que se pudiera parecer a él joven”. Cuando se le pidió despojarse de la camiseta azul que llevaba puesta, brilló el torso musculoso y tonificado que también sorprendió en el rodaje. No es fruto de horas de pesas ni del uso de sofisticadas máquinas. Es el rigor del remo, de la natación tras los peces veloces, de las travesías para ir y trabajar en la chagra.
“Estaba un poquito panzón cuando me dijeron. Por esto tuve que hacer una pequeña dieta”, cuenta, al tiempo que posa para la lente como un modelo bien entrenado. Acaricia sus hombros. En el izquierdo, tiene tatuado un azuloso escudo de Colombia con una serpiente que lo entrelaza, y en el otro, un borroso torso masculino con la cabeza de un águila.
“Lo quiere la cámara”, le dice el fotógrafo, mientras le insiste en que acabe de quitarse los zapatos de cuero y el jean, y se ponga algo más parecido a la imagen de la película. “Ese guayuco no se usa ya. Ni se consigue. Ni siquiera mi padre usó. Los cubeos hace años usamos ropa como los blancos”. Tanto así, que en su casa, en las cuerdas para secar la ropa, abundan camisetas y pantalonetas de equipos de fútbol europeos, como Manchester City y Barcelona. “Así me visto yo”, dice, a lo que suma unas chanclas de caucho.
“Mi pensamiento es así: si 'El abrazo' llega a ganar el Óscar, es para poder vivir, tener una casita buena, vestir a los niños, ayudarles con su estudio, arreglar la casa, ayudar a la comunidad. Que la gente sepa que yo trabajé ahí y que pueda seguir trabajando en las películas”, explica al bajarse de la canoa y empezar a acomodarla en la orilla para que sus ocupantes bajen sin mojarse los pies.
“También es un recordatorio de los tiempos del caucho. Mi abuelo, Antonio, que era chamán, me contaba que a los indígenas que se negaban a trabajar los azotaban, los colgaban y los dejaban tirados hasta morir. No es solo por los guayucos que se usaban en ese tiempo ni por los paisajes tan elegantes que tiene Colombia, sino por las masacres, los maltratos. La gente es lo más importante, es un recordatorio para que no dejemos atrás nuestras costumbres, nuestras músicas. Yo no voy a dejar de ser cubeo, nací cubeo y tengo que morir cubeo”.
La satisfacción se le nota a Nilbio, que dice que también le gusta cazar lapas con su escopeta por la noche –cuando teme que se le aparezcan los espantos de la selva–. Estos son roedores medianos con manchas en los costados y de carne fina que puede vender en Mitú hasta por 16.000 pesos el kilo.
‘Siento que me cambió la vida’
A pesar de que su español a veces trastabilla, expresa su agradecimiento: “Siento que me cambió la vida, siento orgullo por el trabajo en 'El abrazo'. Orgullo con mi familia, con la gente que me entrevista y me dice que parece que no fuera mi primera vez actuando. Por mi relación con Ciro, con todo el equipo, con los otros actores y los otros indígenas. Para mí era como trabajar con hermanos”.
Y recuerda sus primeros encuentros con don Antonio: “Apenas nos conocimos me invitó a mambear coca. Y yo le dije que no hacía eso. Mi padre me enseñó que para mambear había que preparar el cuerpo y el espíritu, o si no uno se podía enfermar gravemente. Don Antonio entendió”, dice entre risas, como si conociera de años a sus interlocutores.
En la película, Karamakate es un poderoso chamán que conoce los secretos curativos de la yakruna y de otras plantas misteriosas, pero en la vida real, Nilbio apenas sabe de unos cuantos. “Es una planta para la culebra y para el yanabe (unas hormigas gigantes). Es una matica grandecita, así que toca rasparla y juntarla, tomar un poquito y ya con eso se pasa. Pero no toca esperar una hora o mucho tiempo, sino que cuando pica uno ya busca la mata. Creo que no sale en el español para traducir. Ellos le muestran a uno las maticas, pero no se nombran. Solo con la hojitas o el tallito uno ya conoce cuál es la medicina tradicional para la culebra. No importa la que sea. Pero si uno se enferma ya de una cosa mayor, o el veneno avanza mucho, toca venir al hospital”.
Los altoparlantes del estadero El Paisano, en Mitú, dejan sonar música de carrilera que dos alegres comensales tararean ante una mesa llena de botellas de cerveza, que en esta ciudad solo se consigue en versión litro, a 6.000 pesos. El estadero da a la orilla del improvisado muelle sobre el Vaupés, que está al lado de un desagüe y donde los indígenas descargan sus mercancías, lavan su ropa, se bañan y nadan.
Allí se despide un sonriente Nilbio Torres, que lo primero que tiene en mente es acabar de arreglar la madera de su casa, construida sobre nueve pilares y con siete escalones en su puerta. Ya le pagó 250.000 pesos a un carpintero que aún no le acaba el trabajo. Y también ver qué hace con su televisor, que los niños dañaron.
Tres silbidos: uno corto y dos largos. Una y otra vez, el pajarito de rebalse dejará oír su trino. Ojalá sea un presagio de la que puede ser la noche más brillante del cine nacional. Así, quizás, este cubeo le pueda perder finalmente el temor al abrazo de una serpiente.
EDUARD SOTO Y MAURICIO MORENO
Enviados especiales de EL TIEMPO
En Twitter: @edusot / @mauriciomorenofoto
Comunidad Santa Marta (Vaupés).
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