El diseño original, contaba el abuelo Juan, salió en América y Europa durante la Segunda Guerra Mundial (1942). Pero él copió el modelo para fabricarlo, en la década del sesenta. Esto es lo que recuerda Javier Espitia, el nieto, sobre la llegada del clásico maletín ABC a su familia.
Es heredero de una saga de comerciantes y fabricantes del cuero que por cincuenta años ha saciado la demanda de turistas, ciudadanos y coleccionistas. El ABC es el ‘machete’ del negocio. En la carrera séptima con 23, feria artesanal Colombia Linda, atiende su clientela.
Para llegar al local hay que andar por el costado izquierdo, hasta el segundo pasillo. Una muestra de las tradicionales valijas, en siete tamaños, da la bienvenida al visitante. Comparten mostrador con centenares de productos elaborados con piel: 400, para ser más exactos. Billeteras, morrales, zapatos, carteras, guantes y demás. Usted no más pregunte.
En un día corriente, Javier estará sube que baja, monte que desmonte su inventario. Armado con un palo de escoba, atravesado con una puntilla en su extremo, “Todos los días cambio el muestrario, para que se vea distinto”, revela el mercader, que mueve el bigote ceniciento y parpadea tras unas gafas cuadradas.
No soy amigo de escribir crónicas en primera persona, pero es que el ABC marcó varias generaciones, incluida la mía. En 1994 yo contaba con siete años y estudiaba en una escuela de Neira (Caldas) a media hora de Manizales. Pablo Castellanos me llevaba dos años, su piel era blanca, sus ojos azules y solía izar bandera. Se parecía a Mi pobre angelito. Pero su mayor gracia era el maletín que usaba: un ABC que en su espalda se veía inmenso, con Bugs Bunny, el simpático Porky y el malgeniado Pato Donald en la solapa.
No es que sintiera envidia, sino que él, cada año, llegaba con esa hermosa maleta a cuestas, y uno, antojado de la misma, recibía en cambio la de Gasparín, Aladino o las Tortugas Ninja. Por desinformación familiar o falta de una solicitud formal, lo cierto es que nunca llevé mis cuadernos en una ABC.
“Yo sí la usé, cuando estudiaba en el Colegio Bacatá, de Las Cruces. El diseño es muy londinense”, chicanea Javier. Sus mocasines negros, pantalón verde, camiseta y chaleco, permiten imaginárselo de niño. “En ese tiempo me llevaban cargado, y la ABC la marcaban con unas letras doradas, brillantes. En esa época (años setenta) eso era como las mochilas Totto de hoy, valían 70 pesos”.
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El maletín, en esencia, es minimalista. Una vejiga principal, sin divisiones, y un portalápices bajo la solapa. “Es que en ese tiempo solo era una cartilla, un cuaderno y un lápiz. No había tabletas ni tantas cosas como hoy”.
'Nacho' y 'Manolo' fueron las cartillas ilustradas que de la casa al colegio, y viceversa, portaron muchos niños en las décadas precedentes.
También, hay que agregar, la usó Harry Potter en sus filmes, pero claro, sin los personajes animados. “Hoy los que más usan el ABC son los jóvenes de universidad”, cuenta este conocedor del cuero, a sus 53 años.
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Las cualidades emotivas de la susodicha maleta no se ponen en duda. Lo confirma una señora (ronda la cincuentena) que se aproxima.
–Sumercé, ¿tiene la maletica chiquita?
–¿Cuál, la ABC?
–Esa, esa.
–Espere, ya se la muestro–. Bordea la vitrina y de una columna de maletines extrae una versión mini. La mujer recibe la pieza y la observa como si tuviera un cachorro entre las manos. Sonríe. Mira hacia el techo, buscando un recuerdo. Pregunta cuánto cuesta y asegura que más tarde volverá a comprarla.
“¡Él ABC es un tesoro, una reliquia!”, advierte el hombre, satisfecho.
Esa mirada de la mujer, enternecida y nostálgica, es habitual. Hace un par de años, otra dama fue atraída por los maletines. Se paró frente a ellos y quedó muda. Al instante, sendas cataratas brotaron de sus ojos.
–¿Qué le pasa, sumercé? Le traigo un vasito de agua– ofreció el comerciante.
–Estos maletines me trajeron un recuerdo de mi papá– respondió ella, limpiándose con una servilleta.
Para elaborar el producto de marras, lo primero es escoger el cuero, tipo carnaza. Usan moldes para recortar la piel. De ahí se arma el modelo, acomodan las piezas y las pegan con cola. El paso final es coser, para mayor calidad y resistencia. Esto, en cuanto al armazón.
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En lo concerniente a quienes decoran –Porky, Bugs, Pato Donald y dos de sus inquietos sobrinos sobre las iniciales ABC, en la tapa; ardillas, Dumbo, león, Mickey Mouse y las restantes letras del abecedario, en el espaldar– estos son repujados a 300 grados centígrados.
La labor más fina la ejecuta Marta de Espitia, esposa de Javier, quien a mano delinea los personajes y les da color. Lo mismo hacía Isabel de Espitia, madre del comerciante, que hasta el 2012 estuvo al frente del negocio.
En una bodega, emplazada en Teusaquillo, funciona el pequeño taller. Ninguno de los hermanos (dos) ni su hija (de 26 años) se animaron a participar de la tradición. Así es que el hombre y su mujer dedican hasta dos meses para fabricar los lotes que del ABC demanda la clientela.
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A veces, esculcando entre cajas e inventarios, encuentra maletines que nunca se sacaron a la venta, pero que técnicamente siguen nuevos. Así le ocurrió en 2015, cuando destapó un cajón y halló unas cuantas decenas de ABC.
–Mamá, ¿y esto qué?
–Ah, están ahí como desde finales de los setenta– dijo Isabel (de 73 años).
–¿Y qué los hacemos?
–Pues llévelos pa’ el almacén y los regala– respondió la anciana.
En efecto, los empacó para venderlos a precio de ‘huevo’ a quienes ve que no pueden pagar por uno ‘nuevo’. Su tono envejecido, es paradójico, les da cierto romanticismo.
Desde un tamaño para bebés, hasta el jumbo que permite cargar un computador, el negocio ofrece alternativas que van de 35 a 190.000 pesos.
A las cinco de la tarde, Javier empieza el desmonte de su mercancía. Todo lo que cuelga debe reducirse a un bulto. Pero hay un manejo especial con los ABC, que tienen su propia bolsa de recaudo. Al fin y al cabo, fueron lo primero, el inicio del abecedario.
FELIPE MOTOA FRANCO
Redactor de EL TIEMPO
En Twitter: @felipemotoa