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Celebración del conflicto

"Hacer pedagogía" sobre el proceso de paz debería significar más que festejar la publicidad.

YOLANDA REYES
Hay un valor instalado en nuestra idiosincrasia que, en lenguaje coloquial, se conoce como “no poner pereque” y que clasifica como “personas conflictivas” a quienes dicen abiertamente lo que piensan. Aunque llevamos tantos siglos matándonos por causas diversas, parece haber una especie de consenso nacional que considera “enemigo” (de la paz, del Gobierno, de la comunidad o del grupo que sea) a quien no traga entero y lo expresa con palabras.
La colección de frases es elocuente: “El que no está conmigo está contra mí”, “fulana está vetada porque es muy problemática”, “yo nunca he tenido un sí ni un no con mi marido”, “mejor me callo para evitar problemas”, y muchas otras que descalifican a quienes son ‘frenteros’ y que confunden nuestra supuesta amabilidad colombiana (en los dichos, no en los hechos) con la hipocresía, el servilismo o el silencio.
Digo esto porque me parece peligroso el optimismo edulcorado alrededor de esta promesa llamada ‘posconflicto’, que sugiere el comienzo de una nueva era, como si fuera una tierra prometida al otro lado del arco iris. Aunque todos sabemos que el término se refiere a la confrontación armada con las Farc, la generalización hace pensar en un país donde el conflicto habrá quedado en el pasado, y esa ilusión lingüística reafirma la confusión nacional de considerar la paz como la ausencia de problemas.
Quizás porque crecimos viendo demostraciones permanentes según las cuales el conflicto es sinónimo de violencia, y no la consecuencia de ser distintos y de sentir y querer cosas distintas, consideramos enemigos a quienes expresan sus desacuerdos con palabras y les seguimos evitando las situaciones conflictivas a las nuevas generaciones. En lugar de enseñar a los niños a crecer entre las diferencias, los uniformamos, los encerramos en guetos, estratos, conjuntos cerrados, colegios cercados y privados, y les resolvemos los problemas (académicos, relacionales, personales), sin darles siquiera tiempo a formularlos. Con la ilusión de que no existe conflicto entre “la gente como uno” (la frase es elocuente), hemos perdido, por falta de entrenamiento, la capacidad para convivir entre las diferencias.
La capacidad de usar la lengua no para estar todos de acuerdo, sino, precisamente, para expresar los desacuerdos, para nombrar todo lo que no nos hemos dicho e incluso para alzar la voz y “poner pereque”, es una asignatura pendiente que requiere entrenamiento deliberado. Esa facultad simbólica, exclusivamente humana, para traducir nuestra experiencia con palabras, aunque a veces suenen crudas, es la herramienta básica para favorecer el tránsito hacia un país donde los conflictos armados vayan mutando, paulatina y lentamente, a conflictos tramitados con lenguaje. Las leyes, la institucionalidad, las artes, los libros, la cultura y especialmente la política son variaciones de ese invento humano de situar las diferencias en un orden seguro, construido en el lenguaje.
“Hacer pedagogía” sobre el proceso de paz debería significar mucho más que celebrar unos festejos publicitarios, para promover prácticas diversas, en todos los escenarios de la polis, desde la escuela hasta el parlamento, que permitan celebrar las diferencias, escuchar a los adversarios y enriquecer los niveles de argumentación. El reconocimiento de que un país se tramita, se discute y se construye con puntos de vista diferentes, con gente que discrepa y que negocia posturas a través del lenguaje, debería ser el desafío esencial para asumir los tiempos difíciles que nos esperan. Desde esta perspectiva, podríamos asumir una responsabilidad colectiva, en vez de seguirla desplazando a unos señores que resuelven problemas en una isla, como hemos hecho siempre.
YOLANDA REYES
YOLANDA REYES
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