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Editorial: Vientos de tormenta

La economía mundial se ha oscurecido por la desaceleración de China y caída en precios del petróleo.

EL TIEMPO
Para utilizar la conocida expresión, la pasada no fue una semana apta para cardíacos en el plano económico. Quien lo dude solo tiene que observar los altibajos de los mercados mundiales a lo largo de los últimos días. Tras varias sesiones en rojo, el viernes tuvo lugar una recuperación que, en todo caso, no alcanzó a enjugar las pérdidas acumuladas de los días previos, ni mucho menos el acumulado de un año que va mal.
Las réplicas del sacudón también se sintieron en Colombia. El jueves, el dólar alcanzó un nuevo máximo histórico al registrar los 3.434 pesos. Si bien el billete verde retrocedió un poco en la jornada siguiente, la devaluación acumulada en lo que va del 2016 asciende a 8,3 por ciento, y en los últimos 12 meses es del 43,5 por ciento. El margen de riesgo de los bonos emitidos por el país registra un aumento del 32 por ciento desde el primero de enero.
Es indudable que la gran turbulencia viene de afuera. El problema central es que los indicadores de la economía global son decepcionantes. Del lado de los países desarrollados, hay una recuperación que es débil. Incluso en Estados Unidos, en donde el desempleo cayó por debajo del 5 por ciento, la dinámica del sector productivo es mediocre. Europa apenas avanza, mientras que Japón tampoco registra cifras atractivas.
Más inquietante es lo que pasa en las llamadas naciones emergentes, en las que habita la mayoría de la población del planeta. La primera fuente de inquietud es China, que acusa un notorio cansancio al cabo de un auge que duró cerca de tres décadas. Dados el tamaño de su población y el lugar que ocupa en diversas clasificaciones, una ralentización del gigante asiático genera repercusiones en todos los confines del globo.
El efecto más notorio de la desaceleración china es la caída en los precios de los bienes primarios que importa. Tanto los exportadores de cobre como lo de carbón o soya, entre otros, han sentido el bajón de las cotizaciones, que se expresa en una disminución de sus ingresos en divisas.
Mención aparte merece el petróleo, cuya demanda no solo avanza poco, sino que es objeto de una guerra de precios estimulada por los productores de Oriente Próximo. Liderado por Arabia Saudita, el cartel de la Opep desea forzar a las operaciones de mayor costo –especialmente las ubicadas en Estados Unidos– a cerrar las válvulas. Como eso no ha ocurrido, el crudo sigue en picada, y llegó a acercarse a los 26 dólares el barril, antes de experimentar un repunte que puede ser efímero.
A primera vista, un menor costo de los hidrocarburos debería ser una buena noticia para aquellos que son compradores netos. Cuando empezó este ciclo de descensos, hace más de año y medio, la expectativa era que la economía mundial gozaría de mejor salud al ver disminuida su cuenta energética.
Lo que nadie tuvo en cuenta en ese momento es que buena parte de la expansión en la producción petrolera fue financiada con créditos de la banca privada internacional, que ahora se expone a pérdidas considerables si sus acreedores del sector no le pagan. Eso, combinado con la política de bajas tasas de interés que impulsan los bancos centrales con sede en Washington, Bruselas o Tokio, ha oscurecido las perspectivas del negocio.
Como consecuencia, las acciones de entidades tan significativas como el Deutsche Bank, de Alemania; Société Générale, de Francia, o Credit Suisse, de Suiza, empiezan a ser desdeñadas por los inversionistas. En promedio, la disminución del valor bursátil de los bancos del Viejo Continente es cercana al 25 por ciento desde el arranque del año, mientras que en Estados Unidos pasa algo similar. Con el fin de inspirar calma, Jamie Dimon, presidente del JP Morgan Chase, compró 26 millones de dólares en acciones con su propio dinero, un ejemplo seguido en otras latitudes.
Hay que ver si esas apuestas son suficientes para generar confianza, justo lo que más falta en estos momentos. Hasta ahora, el pesimismo es notorio ante la creencia de que a las autoridades se les comienzan a acabar las fórmulas para estimular una economía mundial que no levanta cabeza. Si eso se combina con los problemas que experimentan China y los demás países emergentes, la combinación no es la mejor.
En medio de esas circunstancias, la suerte de América Latina se oscurece. Por primera vez desde la crisis de la deuda de 1982, la región se apresta a tener un segundo año de contracción en su PIB, debido al retroceso de Brasil, Venezuela y Ecuador.
En comparación con sus vecinos, Colombia va mejor, pero está obligada a impulsar sus fuentes internas de crecimiento, mientras se acomoda a una reducción mayor en las exportaciones y trata de mantener su casa en orden, sobre todo en el plano fiscal. De lo contrario sufriremos el coletazo de una tormenta que ya se insinúa, y ante cuya eventualidad debemos estar preparados de la mejor manera posible.
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