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Para sobrevivir fue chulo, robó y hasta vendió bebidas clandestinas

En la nueva biografía de Daniel Santos se revela su difícil infancia y su llegada al éxito.

La infancia de Daniel Santos, el legendario cantante puertorriqueño nacido hoy hace cien años en los alrededores de El Fanguito, un deprimido arrabal de palafitos y casas terreras en el barrio Tras Talleres de Santurce, transcurrió en medio de la pobreza. Su padre, Rosendo de los Santos, carpintero de oficio, su madre, María Betancourt, una humilde costurera, y sus tres hermanas, apenas malvivían cuando se embarcaron tras el sueño americano a comienzos de los años veinte.
No fue una buena idea. Aunque Rosendo logró reunir a su familia en Nueva York tras colarse como polizón en la bodega de un carguero, la Gran Depresión estaba a la vuelta de la esquina. Al poco tiempo perdió su trabajo en la Chevrolet y el pequeño Daniel, que se las apañaba en las duras calles de la metrópoli, tuvo que dejar la escuela y rebuscarse la vida.
“Para sobrevivir tuve que robar, hacer trampas, vender bebidas clandestinas, ser chulo y todas esas moñas. Vivíamos de la gandinga”, le dijo Santos a su biógrafo Josean Ramos, escritor y periodista puertorriqueño que acaba de lanzar una edición ampliada de Vengo a decirle adiós a los muchachos, titánica investigación de casi quinientas páginas que fue presentada con gran acogida en varias ciudades colombianas en noviembre pasado.
El libro no solo da cuenta de los triunfos, fracasos y amoríos de 'El Jefe' a lo largo de 62 años de carrera, sino que rescata manuscritos, fotografías, canciones inéditas y testimonios para esclarecer, al fin, su verdadera relación con Fidel Castro y la Revolución cubana, un asunto que le trajo serios problemas con el FBI y unos cuantos gobiernos latinoamericanos que, durante los años del macartismo estadounidense, llegaron a considerarlo toda una amenaza ideológica debido a su actitud contestataria y a su enorme popularidad.
De Nueva York a La Habana
En los albores de la Gran Depresión y con muchas hambres acumuladas, Daniel Santos tendría su gran oportunidad gracias al compositor boricua Pedro Flores, quien lo descubrió en un pequeño cabaret neoyorquino. Ahí comenzaría una agitada pero meteórica carrera hacia el estrellato. El gran Panchito Riset, otro cantante estelar de la Isla del Encanto, fue una de sus primeras y declaradas influencias.
“Si Cascarita fue el máximo guarachero de orquesta, Daniel Santos fue uno de los grandes guaracheros de conjunto. Además, tenía sarcasmo. Y tenía también ese lado triste, despechado, en él predominaban los boleros trágicos”, anota el investigador y periodista musical César Pagano.
Después del éxito junto a Pedro Flores, El Jefe fue llamado por el director y compositor Xavier Cugat, quien lo puso al frente de su magnífica orquesta en el fastuoso hotel Waldorf Astoria. A comienzos de los cuarenta, Daniel Santos hizo sus primeras grabaciones y empezó a escribir canciones. Muy pocos saben que dejó 400 temas de su autoría, entre ellos, unos 40 con letras patriótico-nacionalistas.
En total, se calcula que El Jefe grabó cerca de 2.500 canciones a lo largo de su carrera. Su sensibilidad para escribir lo que pasaba en una barra, un burdel o una cárcel, lo convirtió en un extraordinario cronista musical de su tiempo. “Que acontece algo, mi canción lo dirá a las 24 horas”, alardeaba.
Gracias al repertorio de don Pedro Flores, El Jefe se convirtió en el amo absoluto de la radio y las vitrolas de habla española gracias a canciones como Esperanza inútil, Perdón, Obsesión, Borracho no vale, Linda y Despedida.
A su regreso del servicio militar, retomó su carrera con nuevos bríos y a mediados de los cuarenta se instaló en La Habana, donde habría de consagrarse junto a la insuperable Sonora Matancera con temas como El tíbiri-tábara, Bigote e’gato, En el juego de la vida, El sofá y El buñuelo de María. Con apenas 32 años, dio rienda suelta a todos los excesos, líos de faldas y camorras habidas y por haber. Tan necio andaba, que en Cuba se ganó el remoquete de ‘El inquieto anacobero’. “Hice tantas cosas en Cuba que si no me mataron fue porque me querían de verdad”, le dijo a Ramos sobre aquellos años delirantes.
¿Era o no era comunista?
Cierto es que Daniel Santos no fue una mansa paloma, pero al margen de su vida escandalosa de bohemio buscapleitos, eterno mujeriego y “estupendo fumador de marihuana”, como diría el poeta Eduardo Escobar, también fue injustamente perseguido por su militancia en el nacionalismo puertorriqueño y expulsado de varios países por, supuestamente, haber adoptado la nacionalidad cubana y fungir, en todos los teatros y velloneras de Latinoamérica, como embajador de Fidel Castro y su revolución. Mentira. Daniel Santos nunca fue comunista y muchísimo menos un apátrida como pretendían hacerlo ver sus detractores.
“Yo jamás he sido ni socialista, ni comunista, que le pregunten al Gobierno americano. Ellos me juzgaron en Washington porque creían eso y les salió el tiro por la culata. Repito, soy nacionalista puertorriqueño, pero respeto el ideal de todo hombre en la tierra, al igual que su religión”, aclara El Jefe en sus memorias.
Como testigo excepcional de la política en América Latina entre los cuarenta y los sesenta, Daniel Santos estuvo preso en muchas de sus cárceles. Vivió de cerca los mandatos de Grau San Martín, Carlos Prío y Fulgencio Batista en Cuba. Y aunque escribió Sierra Maestra, himno de la revolución de 1959, nunca fue cercano a Fidel Castro. Años más tarde, fue expulsado de Costa Rica por cantar canciones patrióticas; se hizo amigo personal del general Torrijos (que lo mandaba buscar en el país donde estuviera única y exclusivamente para que le cantara Virgen de medianoche en su casa de campo); y hasta se enfrentó cara a cara con Petán Trujillo, hermano del temido general dominicano Rafael Trujillo. El Jefe sufrió en carne propia la mano dura de la dictadura somocista en Nicaragua y la del venezolano Marcos Pérez Jiménez, quien le negó la entrada al vecino país durante varios años.
Colombia, su segunda patria
Dicen que en Cali, hay un grupo de fanáticos de Daniel Santos que le tiene un altar con velas encendidas. Que le rezan con aguardientes en alto y hasta le hacen promesas; que en el barrio Guayaquil de Medellín, se metió a la tienda favorita de los delincuentes y allí lo bautizaron oficialmente ‘El Jefe’; que una vez se quedó sin voz cuando estaba a punto de salir a cantar en Cartagena y le ordenó a un imitador suyo que se ocultara tras el telón mientras él hacía la mímica frente al público. Al comenzar el segundo número, la voz iba por un lado y él gesticulaba por el otro. Se formó el salpafuera. En Cali, el escritor Umberto Valverde lo recuerda de tantas y tantas noches de bohemia en su barrio obrero y evoca sus amoríos con una adolescente con la que se casó y tuvo dos hijos por allá a comienzos de los setenta.
El debut de Daniel Santos en Colombia fue en Barranquilla, en mayo de 1953, junto a La Sonora del Caribe. Lo trajo Roberto Esper, su amigo y propietario del diario La Libertad. Por su parte, Gabriel García Márquez, el más universal de sus admiradores, lo menciona en Relato de un náufrago, en voz del marinero segundo Ramón Herrera, quien después de una noche de tragos y furrusca en una taberna, “regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos”.
Incontables son las anécdotas que dejó a su paso por el país, como incontables los coleccionistas, investigadores, periodistas y melómanos que han ayudado a mantener vivo su legado. Mención aparte merecen sus reconocidos imitadores colombianos, Pepe Merino, Tito Cortés y Tony del Mar.
Nostalgia en el Viejo San Juan
No sabemos muy bien cómo pasó, pero sabemos que desde niños, por gusto o por defecto, oíamos una y otra vez las canciones de Daniel Santos sonando en todas partes. Crecimos con ellas, las heredamos como heredamos las grandes canciones de Agustín Lara o José Alfredo Jiménez. El inquieto anacobero, cuyo registro oficial de nacimiento se expidió el 6 de junio de 1916 pero que según el propio artista (y la revelación de un santero durante una extraña ceremonia vudú en Haití) nació el 6 de febrero de ese mismo año, fue sin duda uno de los cantantes latinoamericanos más queridos y más famosos de todos los tiempos. Murió en Ocala (Florida), el 27 de noviembre de 1992, víctima de un infarto.
Hoy, cuando a partir de las dos de la tarde se dé inicio al homenaje que se le rendirá en el Viejo San Juan, su voz inconfundible volverá a sonar aquí y en toda Latinoamérica. Celebraremos entonces al “poeta maldito del Caribe infinito”, como lo definiera el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, y volveremos de paso, inevitablemente, a nuestra niñez musical.
JUAN MARTÍN FIERRO
Especial para EL TIEMPO
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