Por qué me da vergüenza ajena esta celebración de los quince años del Plan Colombia. He leído las notas de prensa sobre cómo desde el 2000 los billones de nuestros aliados los gringos nos salvaron en el último segundo de ser un Estado fallido. Hubo una vez un país desigual sitiado por el narcotráfico, por la guerrilla, por el paramilitarismo, que gracias a los Estados Unidos –he leído– recobró las riendas de sus instituciones desbocadas, pero sus últimos mandatarios se detestan y se señalan, y quién puede culparlos. Ay, cómo son de lúcidos los presidentes colombianos, allá en su mundo, cuando son expresidentes. Su pragmatismo cansino es derrotado por la claridad de los comentaristas deportivos un día después del fin de su gobierno. Y al tiempo su capacidad para engañarse a sí mismos –de hundirse con su versión de la historia– se vuelve digna de ser estudiada: todo gobierno es, de cierto modo, un complot, pero son algo nunca visto estos gobernantes triunfales ante nuestra derrota.
Por ejemplo: el expresidente Pastrana Arango. Que como presidente fue un gran canciller: reparó en 60 viajes internacionales las tensas relaciones del país. Y de acuerdo con los diez millones de votos del mandato por la paz de 1997, y en contra de una sociedad de armas tomar acostumbrada a las retomas, de enero de 1999 a febrero del 2002 tuvo el coraje para jugarse su gobierno en un diálogo de sordos con las Farc (y se inventó el Plan Colombia, y apostó por el desescalamiento del conflicto aunque ciertos generales le pidieran la renuncia, y fue capaz de decir “nuestra sociedad debe asumir su responsabilidad”, “nadie en la Colombia de hoy puede llamarse inocente”), pero meses antes de irse, cuando todos los ejércitos ya se habían vuelto a armar para la guerra, su paciencia rompió las negociaciones, y vino el que vino y lo que vino.
Pastrana fue en un principio un expresidente de gran imagen negativa que no obstante osaba pedirle a su sucesor, al popular Uribe Vélez, que desligara la política del paramilitarismo, que no cambiara la Constitución en beneficio propio. Pero hoy, en vez de sentirse parte de los logros del país más desigual de América Latina, se le ha visto ansioso, fanfarrón e incapaz de pasar las páginas mientras este proceso de paz con las Farc liderado por Santos Calderón va consiguiendo lo que el suyo jamás logró.
Según Pastrana, este proceso, a diferencia del suyo, sí va a incendiar el país. Según Pastrana, Santos es el verdugo de su Plan porque va a recibir a un puñado de narcos en esta sociedad recreada por el narcotráfico. Según Pastrana, allá en su mundo, las Farc no eran un cartel de la droga cuando él dialogó con ellas.
Qué rara sigue siendo su pugna, tan personal, tan visceral, con su exministro Santos: quién sabe quién peleó con quién en la fiesta de quién.
Toda esta celebración del Plan Colombia da vergüenza ajena, en fin, porque olvida que la ayuda “desinteresada” de los gringos no fue lo único que puso en marcha este episodio de la historia; olvida que así se siguió financiando la fracasada guerra contra las drogas; que se nos empujó un poquito más a la sangre y a la pérdida de la soberanía. Pero da coraje sobre todo porque, desde el día en que Barack Obama los invitó a celebrar en Washington los quince años del Plan, estos exmandatarios nuestros han estado probando que son incapaces de ser parte del Estado, que se quedaron atrás contándonos su fábula y echándose las culpas entre ellos. Nada podría reunirlos, ni una guerra, porque cada cual ha gobernado el país de su cabeza. Pobre la Colombia de estos años: vivir lo suficiente como para que Belisario Betancur, que incluso pide perdón, sea un ejemplo de honorabilidad para los expresidentes.
Ricardo Silva Romero
www.ricardosilvaromero.com