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Región y paz

El posconflicto debe debe evitar vaciar de competencias a los poderes locales y departamentales.

Héctor Pineda
El ministro del Posconflicto, Rafael Pardo, madrugó y en estos días del año anda en correría ‘julepeando’ a los gobernadores para que se involucren, de manera activa, en los compromisos derivados del punto final de la guerra con las Farc y, por supuesto, que se apliquen a la tarea de incorporar en el plan de desarrollo departamental las acciones con los indicadores suficientes para encarar el posconflicto.
Para los territorios departamentales, muchos de ellos en dificultades fiscales, la tarea no será fácil. Han vivido y siguen viviendo de la plata que les llega del situado fiscal y, hay que decirlo, también los nuevos retos que les han correspondido por efectos de fenómenos de sequías en las tierras de los municipios que los integran o de inundaciones, como el mal uso de los dineros de las regalías, invertidas en proyectos inútiles, serían indicios de una labor en la que las entidades territoriales intermedias entre el municipio y la Nación, sin falsos alarmismos, se verían en calzas prietas. Más aún, en razón de la mayor autonomía que de ellos han tomado las ciudades grandes, más cuando muchas de ellas ostentan la calidad de distritos, parecería que la labor de los departamentos en el posconflicto podría ser puramente decorativa.
Es pertinente recordar que las atribuciones departamentales, en esencia, son de planeación y de concurrencia, en auxilio cuando el municipio no pueda resolver sus propios asuntos. Sus finanzas, de origen precario, los dineros de los juegos de azar y del alcohol, en muchos de ellos, se encuentran privatizados o en manos de las dinámicas administrativas de los particulares, sin hablar de la deuda creciente que dichos particulares tienen con los departamentos, plata que, como se sabe, tiene destinación específica al sector salud. En otras palabras, dineros propios para invertir en acciones del posconflicto es precario.
Pero, aunque el panorama pudiera tener la apariencia de apocalipsis, no menos cierto es que hay que evitar la intermediación con la Nación, repitiendo viejos esquemas de intervención (al estilo del contrainsurgente PNR de los tiempos de Belisario) en los que nuevas burocracias de entidades nacionales, sin importar los principios de la descentralización y autonomía, se involucran en los asuntos territoriales con desfachatada soberbia. El posconflicto, por muy buenas intenciones que tenga, debe abstenerse de violentar las autonomías. También debe evitar vaciar de competencias los poderes locales y departamentales. Hacerlo, como ya se sabe, es un contrasentido con el significado de la paz, que, entre otros, es el de la inclusión, incluido lo territorial.
Así las cosas, para no meterse en compromisos que luego no se pueden honrar, es conveniente echar mano de lo establecido en nuestro ordenamiento institucional y auscultar la posibilidad de que los departamentos y distritos, desde ya, se impongan la tarea de organizar las Regiones para la Paz, de acuerdo con la Constitución y la Ley Orgánica del Ordenamiento Territorial (Loot) y, de esta manera, en asociaciones solidarias, encarar las responsabilidades del posconflicto, las cuales, sin duda, trascienden los límites políticos administrativos de cada territorio. La regionalización es el orden que armoniza con las responsabilidades derivadas del final de la guerra.
Pero a las regiones que autónomamente se constituyan, para superar lo simbólico, debe inyectárseles una renovada dosis de atribuciones. Es la oportunidad de poner en práctica el Artículo 20 de la Ley 1454 del 2011 para que, por una parte, los gobernadores reciban expresos poderes nacionales (ministeriales) y las corporaciones de elección popular reciban poderes legislativos delegados para atender las urgencias del posconflicto en el territorio. La paz que enamora, sin cuento, se construye desde la región.
Héctor Pineda
tikopineda@gmail.com
Héctor Pineda
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