El galeón San José naufragó el 8 de junio de 1708 varios kilómetros al oeste de Cartagena. Hacía parte de un engranaje establecido desde muy temprano en la Colonia para comerciar con Suramérica, especialmente con el Virreinato del Perú, rico en minas de plata. Convoyes de barcos mercantes partían anualmente de Andalucía protegidos por navíos de guerra (la Flota de los Galeones de Tierra Firme) con destino Cartagena y Portobelo en la costa Caribe de Panamá. Este monopolio artillado salvaguardaba el tránsito de la flota y facilitaba el cobro de los impuestos para la corona.
La Flota de los Galeones abastecía a Suramérica de cuanto podía necesitar de Europa. Comerciantes limeños se desplazaban en una flotilla a Ciudad de Panamá y de allí por tierra a Portobelo, donde se celebraba una fabulosa feria para intercambiar la plata y el oro peruanos por los bienes del universo entero. (Lea también: ¿Cómo era la vida a bordo del galeón San José?)
Después de Panamá, la flota regresaba a Cartagena para avituallarse y alistarse antes de emprender el largo viaje de regreso a La Habana y la Península. El tesoro navegaba seguro en el pañol de la plata de los galeones más fuertes. El Consejo de Indias ordenó en 1701 el zarpe de la Flota de los Galones. La comandaba, a bordo del galeón San José, el capitán general José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre, un experimentado general de la armada de 67 años.
Ya se había desatado la Guerra de la Sucesión Española (1701-1713), conflagración europea que enfrentaba principalmente a Inglaterra, Holanda, Portugal y el imperio austriaco contra España y Francia.
La guerra entorpeció la misión de Casa Alegre. Flotas anglo-holandesas, dueñas de las costas de España, sitiaron a Cádiz, se apoderaron de la Flota de la Nueva España que surtía en Vigo y, en 1704, ocuparon Gibraltar. Escaseaban capitales para financiar el envío de mercancías a América y el apresto de los galeones escoltas. Ello, a pesar de que el comercio legal con esa parte vital del imperio se había suspendido desde 1695 por las guerras.
Por fin, el 10 de marzo de 1706, Casa Alegre levó anclas en Cádiz al mando de un convoy de 26 navíos mercantes y tres galeones escoltas construidos para la Carrera de Indias: el San José, la nave capitana; su gemelo el San Joaquín, la almiranta, ambos de 64 cañones, y el Santa Cruz, del gobierno, que montaba 44 cañones. Cruzaron el océano sin flota de guerra francesa que debía protegerlos y arribaron a Cartagena el 27 de abril de 1706, por suerte sin contratiempos; estuvieron cerca de tropezarse con la poderosa armada inglesa.
Casa Alegre permaneció en Cartagena hasta el 2 de febrero de 1708, a la espera de noticias de Lima. Lo más granado del comercio limeño con, al decir del Virrey del Perú, más de 12.000.000 de pesos en metálico para comprar mercancías en la Feria del Istmo arribó finalmente en Panamá con la Armada del Sur desde el Callao el 19 de diciembre de 1707. Su apresto había sido inusualmente lento (año y medio) porque, dada la larga suspensión de la Flota de los Galeones, al Perú se abastecía del contrabando de los aliados franceses en el Pacífico. (Además: Así fue el hallazgo del mítico galeón San José)
Los espías de Wager
El 10 de febrero de 1708, Santillán ancló en Portobelo “sin contratiempos de mar, ni recelo de enemigos”*. Pero no era cierto. El comodoro Charles Wager hacía seguir de cerca los movimientos de la Flota de los Galeones por sus espías en el Istmo.
Comandante de la flota inglesa basada en Jamaica, era un oficial de impecables ejecutorias. Su carrera estaba a punto de ser premiada con un ascenso a contralmirante que ya venía en camino. Ahora se interesaba por metálico transado en la feria. Raudos bergantines le mantenían al tanto. Sabía que, por contratiempos en el desarrollo de la feria, los galeones no abandonarían Portobelo antes del fin de mayo.
Wager sopesa sus opciones. Espera refuerzos (que nunca llegan) y se impacienta, sobre todo con la inteligencia de que los franceses están de vuelta en el Caribe con una flota de guerra más fuerte que la suya.
Considera y descarta un ataque sorpresa sobre Portobelo, que era una caja fuerte erizada de cañones. Al final, se decide el 22 de abril por interceptar los galeones cuando intenten buscar refugio en Cartagena. Es su única oportunidad. Estarían fuera de su alcance una vez se reunieran con su escolta. Cuenta con su nave insignia, el Expedition de 71 cañones, con el Kingston de 60 y el Portland de 50. Los acompaña un barco incendiario. Su fuerza a flote es similar en potencia de fuego a la de su adversario Casa Alegre, pero, por navegar descargado y sin impedimentos, se encuentra en mejores condiciones para combatir.
El gobernador Zúñiga en Cartagena se afana. Desde principios de mayo, remite sucesivos avisos a Casa Alegre con amplia y precisa información sobre la presencia inglesa.
Conocida la alarma, reúne una junta en las Casas de la Contaduría. Asisten Casa Alegre, el presidente de la Audiencia de Panamá, los principales capitanes, los diputados del comercio y algunos oficiales reales. Por consenso, se decide comisionar una balandra para espiar si las naves inglesas reportadas hacían parte quizá de una flota más grande. Táctica dilatoria. El almirante de la flota, Miguel Agustín de Villanueva, disiente. Según él, “en la prontitud de la salida está el buen suceso”. Cualquier demora es más peligrosa.
Tres días más tarde, una nueva junta. Han arribado dos fragatas francesas para liviano refuerzo de los galeones y, sobre todo, con un mensaje de la flota francesa desde La Habana que urgía la presencia de Casa Alegre. Sus nueve navíos de alto bordo debían acompañar a los ricos galeones de las flotas de México y Tierra Firme en la aproximación a Cádiz, plagada de naves de guerra inglesas, antes de la estación de los huracanes en el Caribe.
Una vez más, la mayoría se expresa contra el zarpe. Algunos proponen que se descargue el tesoro y se encadene la boca de la bahía de Portobelo. Sugerencia poco práctica, dada la prevalencia de la fiebre amarilla en el villorrio, donde ya los galeones han permanecido el doble de lo usual. (Lea: El galeón San José pertenece a la Nación: Procuraduría)
La decisión de Casa Alegre adquiere ribetes de tragedia griega. No es viable una heterodoxa salida directa hacia Cuba. Los barcos, incluido el San José que hacía agua, no están en condiciones de emprender esa larga jornada sin reparaciones y vituallas. Notifica que considera la balandra una pérdida de tiempo. Juzga que poseía potencia de fuego por lo menos equivalente a la del enemigo. Dice que no es “cosa de cuidado, que la mar era ancha, diversos sus rumbos”. Al considerar la impostergable cita en La Habana, ordena la salida el 28 de mayo de los tres galeones y su convoy de 14 mercantes, algunos medianamente artillados. Corría a su destino.
El convoy zarpa en demanda de Cartagena “con vientos cortos y contrarios otros”. El 7 de junio el tiempo mejora. Por la tarde, avistan a estribor las islas de San Bernardo. Al anochecer, sopla favorable y hay luna para seguir adelante. Pero con dos rezagados, Casa Alegre opta por pernoctar. El capitán general debe además considerar los peligrosos bajos que bordean las islas del Rosario y que habría que negociar por el oeste antes de singlar hacia Bocachica. La decisión marinera es impecable; no así la táctica.
La misión de Casa Alegre no consistía en librar batalla, sino en conducir el tesoro y los navíos de su conserva a puerto seguro, bajo la protección del maltrecho pero todavía imponente castillo de San Luis de Bocachica. A cubierto de las sombras, se hubiera podido marear con viento fresco rumbo a Cartagena, así fuese con la sonda en la mano. Wager entretanto desesperaba porque la flota española no aparecía. ¿Habría tomado el rumbo de La Habana? Pero no, al mediodía del 8 de junio, avista a sotavento el convoy ciñendo rumbo a Cartagena a la altura de isla Rosario. Los separan cinco horas de vela.
Termina la espera
El día es diáfano. La capitana continúa imperturbable su tránsito hacia Bocachica a 15 millas en el horizonte, pero la brisa ahora sopla del noreste; favorece netamente a los ingleses, cuyos cuatro navíos, conspicuos a barlovento, se marcan sobre los galeones. A las 4 y media es claro que Casa Alegre no alcanzará remontar isla Tesoro, la más septentrional de las islas del Rosario, antes de ser interceptado. ¡Ah del viento perdido en la madrugada! El San José rinde “el bordo a la mar con la proa al noroeste y por su estela la almiranta”. La batalla ha comenzado. (También: Colombia y España reconocen 'discrepancias jurídicas' por el galeón)
El estandarte real en el árbol mayor es la señal para que, mientras se llamaba a zafarrancho de combate, todos tomaran su estación según lo dispuesto por Casa Alegre desde Portobelo: el Santa Cruz en la vanguardia, seguido por un par de mercantes artillados; el San José al centro, con dos de rellenos en su estela; y en la retaguardia, el San Joaquín. Detrás de las banderas irían el resto de los mercantes. A eso de las 5 y media, los ingleses se acercan decididos a batirse. “Un hombre que no pelea por un galeón no pelea por nada”, diría Wager más tarde, significando la gloria y la riqueza que se desprendían de la captura de un galeón de la plata.
El Kingston es el primero en romper fuegos contra el San Joaquín, ya casi a tiro de mosquete. Intercambian descargas “con el mayor denuedo que es imaginable”. Wager, mientras tanto, a barlovento y “más ligero andando”, sale en busca de la capitana. Al caer el sol, el Expedition y el San José se lían a cañonazos, disparando alternativamente varias descargas, aunque el inglés, más rápido en rotar la artillería, sale mejor librado.
La capitana explota, quizá herida en la pólvora de la santabárbara, a eso de las siete y treinta u ocho de una noche de luna. Desde diversos ángulos de la batalla se alcanza a percibir un incendio sin estrépito, que los testigos describen, a pesar de que al principio “no se pudo distinguir en qué bajel sucediese”. Los que combatían a su lado sí se dan cuenta de la magnitud del desastre. La ida a pique dura “el breve tiempo en que se pudiera rezar un credo”, con “clamor de mucha gente”, pero, “desvanecido con el aire el humo”, no se “vio la menor reliquia del naufragio”. El San José se hunde en un santiamén.
Todo sucede tan rápidamente que tres marineros recogidos por el Expedition confiesan al ser interrogados “no saber más que haberse hallado de repente en el agua”. Al día siguiente, nueve náufragos flotan aferrados a un muñón del palo de trinquete, que es todo lo que resta de la Capitana. En total son apenas 14 los sobrevivientes. Por el censo de su gemelo el San Joaquín de Miguel Agustín de Villanueva, que consigue entrar a puerto con la mitad del tesoro y trece mercantes, se estima que San José transportaba alrededor de 400 pasajeros y 250 oficiales, tripulantes y soldados. El hacinamiento debía ser muy grande porque el San José, de tres puentes y un castillo de popa, medía 35 metros de eslora y 11 de manga (largo y ancho).
Wager crujía de rabia mientras sentía el calor de la explosión, veía surcar por los aires las astillas y planchas ardientes que le incendiaban el velamen y encajaba la onda que le metía agua por las escotillas. La más rica de las presas se le escapaba de las manos cuando se aprestaba a abordarla. Según la ley inglesa, todos los participantes en una captura compartían el botín con la corona británica. El Santa Cruz, por cierto, se rinde después de bravía resistencia y con poca plata, para mayor frustración de Wager. El ya almirante regresaría, sin embargo, muy rico a Inglaterra después de patrullar el Caribe en guerra hasta 1711, para continuar una brillante carrera en la armada. Llega a ser Primer Lord del Almirantazgo y como tal tiene la responsabilidad de organizar la fallida expedición de Vernon contra Cartagena en 1741. Ironías de la historia. Muere tranquilamente en su cama rodeado de honores a los 77 años.
José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre, yace en su tumba de agua, acompañado por quizá otras 650 víctimas en espera de cristianos responsos. El camposanto es fabulosamente rico. Contiene aproximadamente 9.500.000 pesos de la época en monedas y lingotes de oro y plata, más valiosos artefactos cuyo valor de mercado es difícil estimar.
Y, más importante que el tesoro, está el inestimable valor cultural del San José, que es una cápsula del tiempo de la marinería transoceánica a principios del siglo XVIII, de la que no se conoce lo suficiente. Lo que sigue no es tanto la recuperación del oro y la plata, como el cuidadoso estudio arqueológico de un sitio de significación universal; con algo de hipérbole, la tumba de Tutankamón de los galeones hundidos. La comunidad científica mundial está expectante. Colombia no puede dejar caer la antorcha.
* Las citas proceden del Archivo General de Indias, Indiferentes General, legajo 2609, que contiene los testimonios sobre la feria y la batalla donde se pierde el San José, compilados por el fiscal del Consejo de Indias.
RODOLFO SEGOVIA
Especial para EL TIEMPO
Cartagenero, ingeniero químico, con máster en historia de América Latina por la Universidad de California. Autor de libros sobre la Colonia.